Tras 40 años de ostracismo, ofrecemos un capítulo de la biografía oficial de Carlos Monzón: “Mi verdadera vida”

Por Cherquis Bialo | Infobae.com

Lograr que Carlos Monzón aceptara contarme su vida me demandó 15 meses de ardua tarea: desde Octubre de 1974 hasta Diciembre de 1975. Seguramente sentía vergüenza de confesarme su niñez sin sonrisas y su juventud casi marginal. No quería recordar ni su raquitismo infantil, ni su desafío diario de ganarse algo – como fuere – para poder comer. Pero para sus códigos de comportamiento tampoco le resultaba fácil hablar de Susana Giménez, la mujer de quien se había enamorado incondicionalmente durante la filmación de la película La Mary. Aquel pasado y ese presente le marcaban la asimetría de una vida en pleno cambio. Monzón se negaba a contar de dónde venía y los caminos que hubo de transitar para llegar a ser la celebridad mundial que era por temor al juicio de su amada Susana. El ayer lo abrumaba. No quería volver siquiera con el recuerdo. Su presente significaban mejores trajes, autos, calzado, perfumes… Paseaba en el yate de su amigo -y futuro apoderado – José “Cacho” Steinberg y la Giménez le permitía conocer y alternar con el jet set de la nocturnidad porteña. Luego, y como si le “faltara algo”, el enorme Alain Delon se convertiría en su nuevo empresario incorporándose a su existencia como incondicional amigo.

San Javier, el barro, la chata cartonera tirada por el escuálido caballo, la ciudad, el hambre, el cajón de lustrabotas, los diarios bajo las axilas subiendo y bajando de los bondis, las tentaciones del “mango fácil”, la “cana”, las “biabas” y gracias a Dios el boxeo con el mejor que podía tocarle, Don Amílcar Brusa, maestro y segundo padre.

Fueron 15 meses de trabajo . La mitad de ese tiempo para persuadirlo. Y la otra mitad para grabar su testimonio, luego transcribirlo, más tarde escribirlo –Enero de 1976- y por fin entregárselo a él y a Steinberg para que junto a sus abogados lo aprobaran firmando pagina por pagina cada uno de los originales de esta obra en la propia Editorial Atlántida.

Lo que ofrecemos hoy es la niñez, sus primeros nueve años. Acaso la parte menos conocida de Monzón, el mejor campeón del Mundo que tuvo la Argentina.

El libro “Mi verdadera vida”, única biografía oficial de Carlos Monzón, fue presentado a las 19 horas del lunes 9 de Marzo de 1976 en la Librería Atlántida de la calle Florida. Y a pesar de soportar una de las lluvias más intensas e impiadosas que recuerda Buenos Aires, cientos de personas estuvieron allí para ver el lanzamiento de lo que sería un verdadero “incunable” que se editó y se agotó tres veces en un año entre marzo de 1976 y Febrero de 1977. Tras la última reimpresión, Carlos Monzón prefirió que ésta historia, su propia historia, volviera al ostracismo.

Hoy, 40 años después de aquello, les ofrecemos el Capítulo Uno.

Dice mi madre que aquella noche la lluvia se escuchaba más fuerte sobre el techo de paja. Por suerte la tormenta venía del norte y no había peligro de que el agua se metiera en la casa.

Algunos vecinos se habían acercado por las dudas de que hiciera falta algo. Pero todo estaba arreglado: de un lado el brasero con bastante leña para mantener las dos ollas de agua, del otro la manta en el piso de tierra para que mi vieja se acostara en el momento del parto. Yo de esto no sé nada, pero vale la pena saber por qué las mujeres abandonan la cama y se disponían a tener familia en el piso: el piso de tierra bien apisonada, como dicen que era el de mi casa, es más duro y ayuda; en cambio la cama se hunde. Yo nací el 7 de agosto de 1942 sobre un piso de tierra.Las primeras manos que me tocaron fueron las de Norberta Flores, una baqueana del pueblo que murió hace poco cuando tenía más de 100 años.

Dice mi madre que doña Norberta no tuvo que trabajar mucho para ayudarla a parir: salí sin esfuerzos ni complicaciones a pesar de que todas las vecinas se asombraban porque decían que era el bebé más largo que había nacido en San Javier.

Mi madre no se acuerda quiénes se encontraban en la casa en aquel momento, pero supone que Inocencio, Martha y Alcides estaban durmiendo y Zacarías, Nicéforo, Rosendo y Rosa muy cerca de ella, tal vez en la misma pieza. Mi viejo, en cambio, estaba en el boliche Scholl, frente a la estación del ferrocarril, esperando la llegada de algún tren para cargar su carro y hacer el reparto.

Los trenes podían llegar de día o de noche; traer algo para que él cargara o no traerle nada; parar en San Javier o seguir de largo. Era un trabajo muy ingrato el de mi viejo. Pero él nunca se dio cuenta de eso. Vivió esperando el tren para ganar un mango por carrada. Y con suerte podía tener una carrada por día. Eso sí, a veces pasaban semanas sin que apareciera ningún tren. El día que yo nací el viejo estaba con Miguel Angel Minutti, el “Tati”. Y cuando le fueron a avisar, para no perder la costumbre, se agarró un “pedo” bárbaro…

Cuando llegué a grande y empecé a viajar por el mundo me di cuenta lo importante que hubiese sido haber hecho todo el colegio. Si yo hubiera sabido, le habría escrito cosas a mi pueblo.

No me acuerdo todo, por supuesto. Tengo imágenes retenidas y grabadas. Me fui cuando tenía 9 años. Me acuerdo de mi caballo tordillo, de las tardes junto al río, del sol que abría la tierra en el verano, de las bolitas de greda para cazar pajaritos, de cuando íbamos a la plaza a recoger la fruta que caía de los árboles después de los temporales. También me acuerdo algunas cosas de la casa. Zacarías, Nicéforo y Rosendo, la Martha, el Alcides y yo para “joder”: ellos se encargaban de traer la comida… No era fácil, tenían que irse a la isla –una franja de tierra en medio del río San Javier- y allí cazaban jabalíes, venados, armadillos, cabras de monte que allá se conocen con el nombre de acuagoderá, avestruces y cualquier otro bicho comestible. Si la cosa iba mal con lo animales, se tiraban al agua y pescaban dorados, pacúes, surubíes, bogas, sábalos y rayas. Yo nunca pude ir a la isla porque no tenía edad, aquello es como una religión. Cuando uno es chico no lo dejan ir por lo peligroso. Recién después de los 10 años se saca “patente” para entrar. El Alcides y yo teníamos que conformarnos con los trofeos menores alrededor del horno de ladrillos del pueblo. Nos hicimos baqueanos con la honda, la única arma que teníamos. Y a veces, si acaso veíamos una culebra, la matábamos a palazos.

Era una época linda. Toda la gente era como nosotros. Menos los gringos que se instalaban cerca de la estación o frente a la plaza y ponían los negocios de ramos generales o despachos de bebidas. Fiaban poco, eso si… Mi barrio se llama “La Flecha”, a unas veinte cuadras del poblado. Según me contaron se llama así porque en la época de los indios mocovíes en esa zona se hacían las flechas. Todas las casas eran como la mía: paredes y techo de adobe y paja. Y en total serían unas 10 ó 12.

Muchas veces me esforcé por hacer memoria para acordarme de algunos nombres, pero sólo me ha quedado el recuerdo del Loncho, inseparable amigo de Alcides y mío. Los tres nos juntábamos a la mañana bien temprano y a menudo volvíamos a la casa por la noche. Empezábamos el día corriendo carpinchos y a veces esperábamos la tardecita para matar vizcachas. Pasaban por al lado nuestro, era cuestión de seguirlas con palos.

Con el Loncho tengo una anécdota imborrable. Alcides y yo –que nunca nos separábamos- le propusimos un día jugar a Durango Kid, famoso personaje del Oeste. Cada uno en su caballo a galopar cerca del pueblo y hacer de cuenta que teníamos que asaltar una diligencia. Parece mentira cómo usábamos el idioma de las películas que veíamos en el cine del pueblo, pero más que nada en el de la parroquia. Y eso que había que leer y ni Alcides, ni Loncho, ni yo éramos muy buenos lectores que digamos. La cuestión es que después de aburrirnos de andar a caballo, simular asaltos, liberar al “muchachito”, entrar y salir del pueblo a todo galope y parar un rato en la plaza a comer naranjas, nos volvíamos para casa. Pero en vez de ir por el camino más corto, agarrábamos por un sendero para entrar por atrás. El Loncho vio que en la casa de un gringo había un montón de patitos alrededor de la pata. ¡Qué mierda! Nos bajamos a afanar algún patito para llevar a las casas… Cuando el Alcides, de exagerado, quería agarrar a la pata, apareció el gringo con la escopeta. Ahí nomás nos subimos a los caballos y empezamos a meterle para las casas. Por fin la película se había hecho realidad: nosotros huyendo y el gringo a los tiros detrás. Estaba como a unos doscientos metros gritando: “¡Deténganse, deténganse!” “¡Tomá pa’ vos!”, le contestaba yo. Y meta lonja en la tordilla. Por ahí, la doradilla del Loncho pisa mal y aparece el Loncho por el aire, pasando por el pescuezo del animal. Alcides y yo retrocedimos, lo levantamos y lo pusimos en ancas del caballo de Alcides, un tobiano. Y seguimos rajando del gringo. Pensamos: en cuanto crucemos el lecho del río, el gringo no va a poder pasarlo. Nosotros creíamos que conocíamos el lugar justo por donde poder cruzar a todo galope. Pasamos, por fin, el lecho del río y miramos para atrás; casi nos morimos, el gringo firme. No teníamos más remedio que seguir de largo para que no se avivara dónde vivíamos y seguimos galopando más allá del barrio. Como a dos kilómetros lo perdimos de vista al gringo. Respiramos. El Loncho se lamentaba de haber dejado a la pata en el lugar de donde quería afanarla, porque cuando vio al gringo con la escopeta se achicó. Alcides y yo dejamos los patitos porque no teníamos donde traerlos. Al final una huida peligrosísima por nada. Algo cansados resolvimos volver a casa. En cuanto doy el primer paso dentro de la casa, me veo sentado al gringo con mi vieja al lado.
– ¿Te parece bien lo que has hecho?- me recriminó la máma.
– ¿Y qué hizo yo?- pregunté haciéndome el zonzo.
– Acá el señor dice que quisiste robarle la pata y los patitos.
– No es cierto- dije yo, mientras Alcides se ponía rojo-. Nosotros lo único que queríamos era salvar a la pata y a los patitos de una culebra que los quería picar…

Así eran las anécdotas que después sirvieron para inventar fantasías. De eso hablaré más adelante. Pero se impone una aclaración: todas las actitudes de aquella época –me doy cuenta ahora- respondían a una personalidad ajena totalmente a la cuestión familiar. Mucha gente al leer este libro querrá sacar conclusiones. Puedo facilitarles el trabajo. En esa época yo hacía las cosas propias de los chicos de mi edad. Jugaba en la calle porque la casa no alcanzaba. Jugaba con la naturaleza porque no tenía juguetes. Todo lo que estaba a mí alrededor me servía. Todo lo que respiraba tenía vida. Todo lo que tenía sonido me atraía. No puedo explicarlo mejor, pero fui muy feliz en mi niñez. No sentí la frustración –palabra que aprendí en la opulencia- simplemente porque no conocía otra cosa que me sirviera mejor para sonreír todo el día. Ni siquiera me di vacunas, por ejemplo. Recién de grande me vio el primer médico y creo que por rubeola. Tampoco trabajé para vivir: lo hice ayudando a mi padre –al igual que todos mis hermanos- y más que nada porque era una tradición ayudar al viejo a cargar y descargar su carro.

Fui a la escuela cuando tuve que ir, a los siete años. Y mi madre nos inculcó siempre la fe en Dios. Ella es muy católica y no sé si comento una injusticia, pero estoy seguro de que el único matrimonio casado por Iglesia en aquel barrio fue el de mis padres. Ellos se casaron en Saladero Cabal, un pueblito ubicado entre Helvecia y San Javier, a unos 140 kilómetros de Santa Fe. Allí se conocieron Amalia Ledesma y Roque Monzón, mis padres. Allí se casaron y allí nacieron mis cuatro hermanos mayores: Zacarías, Nicéforo, Rosendo y Rosa. Cada uno de ellos recibió su bautismo al igual que los trece hijos. A mí me bautizó el padre Lorenzón y fueron mis padrinos Catalino Bazán y Antonia Maciel de Bazán, amigos de mis viejos, ambos fallecidos. Y el Tati Minutti, aquel que estaba con mi padre en el boliche Scholl cuando yo nací es mi padrino de confirmación. Al padre Lorenzón suelo verlo con frecuencia: es el Arzobispo de la Arquidiócesis de Santa Fe; en aquella época era el cura de la capilla de San Javier. Esta fe católica la conservo. Creo en Dios y he hecho que mis hijos también crean. Y si hoy en día alguien me pregunta cuál ha sido uno de los momentos más emotivos de toda mi vida, les contestaría: “Cuando en el Vaticano asistí a una misa dada por Pablo VI”.

En 1971, a los dos meses de haber ganado el campeonato del mundo, volví a San Javier invitado por el pueblo. Me acompañaron Amílcar Brusa y Norberto Cabrera, que me ayudó para brindar una exhibición en el club Huracán. Quise ver el pasado y de pronto todo se transformó. Me encontré con viejos amigos y en lugar de alegrarme me dio pena, tuve bronca. Nunca supe si era bronca por el tiempo que se fue o porque había aprendido que aquellos años pudieron ser diferentes. No sé, yo dejé un pueblo sin luz, con 4000 habitantes, casas pobres, calles de tierra, silencio de lucha, huellas de carros, cielo limpio, espíritu manso. Recuerdo la estafeta de correos con el mostrador de madera al que acudía la ansiedad de las gentes sin apuro. El boliche en el que paraba mi viejo con sus mesas ya vencida y un olor a alcohol que aturdía. El tren sembrando vida. Las puertas de las casa abiertas. Las siestas bajo el sol despiadado. Las noches sin más ruido que el de las radios –las pocas radios- trayecto el mensaje de un mundo lejano, el de la ciudad o de la gran capital. Veinte años después, al regresar por unas horas vi una ciudad. No porque ahora sean 12000 habitantes, haya asfalto y hasta luz de mercurio, sino porque el tiempo cambió a la gente. Yo no sé si hoy los chicos andarán con hondas llenando las horas de sus días sin preocupaciones ni tampoco si otra Norberta Flores estará ayudando a otra mujer a tener su hijo en un rancho con piso de tierra. La noche que volví hice lo único que podría hacer: ponerme en curda con un par de amigos para no ver el presente. Y en algún mostrador, no sé de qué boliche, ni tampoco con qué vagos, fui recordando parte de aquel tiempo. También escuché lo que dijo la única maestra que tuve en San Javier, Nelly Beatriz Sager de Engler: “Yo me recibí de maestra allá por el 49. En esa época ser maestra en San Javier era un verdadero martirio. No eran clases normales para chicos de 6 ó 7 años. Si usted le cambiaba los trapos que llevaban y les ponía taparrabos, eran los verdaderos indiecitos de las películas. Sucios, descalzos, vagos, malolientes, medios salvajes… Así eran los chicos del año 50 en San Javier. Pero no importaba, era mi vocación y yo me sentía muy feliz de poder ejercer en ese lugar. Era maestra de la escuela Antonio Alsogaray, la número 436, que hoy se llama José de San Martín. Sigo ejerciendo y recuerdo a mis alumnos notables. Monzón se distinguió de los demás por ser el líder de la inconducta, pero un alumno que faltaba poco. Y esto es importante porque cuando llovía, en aquella época, San Javier se transformaba en una gran laguna. Monzón, nadie sabe cómo, se las ingeniaba para llegar a la escuela con sus alpargatitas o zapatillas. No era un buen alumno en aplicación, peronaturalmente inteligente para otras cosas como las matemáticas. Su carácter era indomable: se paraba, se sentaba, nunca estaba quieto. Donde había un lío, allí estaba Monzón. Y ni hablar de los revuelos en los recreos. Pero hay algo más curioso aún. Cuando Carlos se fue de aquí, nadie lo advirtió. Cuando su nombre, veinte años después, fue famoso, comenzamos a buscar en los archivos de la escuela para ver si había quedado algún vestigio del célebre alumno, y, curiosamente, encontramos una libreta de ahorros con un peso. Nunca supimos cómo había logrado ese peso, pero allí estaba, registrado en las hojas amarillentas por el tiempo. Y también encontramos el libro de promociones donde figura su nombre en primero inferior ‘A’. Con esfuerzos y por una levantada en los últimos dos meses, Monzón aprobó el primero inferior ‘A’ pero con esta nota: ‘Para su inscripción del próximo año es fundamental que venga su padre a hablar con la directora’.

¡Mi padre, carajo!, ¡Qué iba a ir mi viejo a la escuela! Primero que no le gustaba hablar y segundo que mi problema no estaba en su mundo. El viejo se levantaba a la seis. Tomaba unos mates mientras ataba la chata. Como a las siete, más o menos, salía para la estación. Tenía que esperar el tren. Con los demás carreros se reunían en los de Scholl, el boliche que ya nombré dos veces, frente a la estación. La caña costaba 10 centavos –la gigante, en vaso grande- y el papá se mandaba, de entrada, dos de veinte, o sea cuatro de las comunes. Así empezaba el día. Después iba y buscaba las guías. Con las guías en la mano se iba al depósito de retirar las mercaderías que venían en los vagones del Ferrocarril Central Argentino, el único que pasaba por San Javier.

En su mayoría la carga eran materiales para la construcción. Y también otras cosas como herramientas, yerba, ropa, de todo. Con el carro cargado empezaba el reparto. Había dos casas de ramos generales que eran los principales clientes: “Mánaras” y “Vilas, Casañas, Engler”. Después, la parte final, un mango por todo el trabajo. Lo peor no era eso, muchas veces el tren llegaba y si las casas no tenían dinero no les bajaban la mercadería: en ese caso, el viejo se quedaba sin laburar. O, lo otro: que por razones de programación o problemas, el tren seguía de largo o no venía en una o dos semanas. Terminado el trabajo, cuando lo había, el viejo se daba una pasadita por lo de Scholl y se bajaba dos o tres cañitas más. A veces llegaba a casa porque los caballos conocían el camino… Cuenta el Tati MInutti, mi padrino de confirmación y todavía carrero –creo que trabajaba para el almacén “El Suizo” con un camión- una anécdota bárbara. Dice que una vez había mucho viento y se cayó un poste en la calle, atravesándola. El carro del viejo ya estaba cerca de la casa, a unas dos cuadras. Como el viejo venía dormido, no se dio cuenta de que la lanza del carro se enganchó con el poste y los caballos, lógicamente se frenaron. Cuando mi papá se despertó, se bajó como pudo del carro y allí quedaron los caballos enganchados hasta el día siguiente. Papá llegó a casa con el látigo en la mano…a la mañana, después de haber dormido, se levantó como todos los días, comenzó a cebar unos mates y salió para el corral a buscar a los caballos. Casi se muere, ¡no estaban ni el carro ni los caballos! Claro, no se acordaba ni por asomo dónde “carajo” los había dejado la noche anterior. Es más, no se acordaba qué había pasado con él mismo la noche anterior. Entró a la casa desesperado, se sentó en la cama agarrándose la cabeza.
– ¿Qué pasa, papá? –preguntó el Alcides.
– Me robaron el carro y los caballos.
Como de costumbre apareció mi mamá, que siempre estaba en todo, y lo tranquilizó:
– No, Roque, anoche llegaste a casa nada más que con el látigo, pensá donde pudiste haber dejado el carro.
Caminó dos cuadras hacia el pueblo y el alma le volvió al cuerpo, allí estaban el carro y los caballos.

Yo laburé con mi viejo. Y el Alcides también. Y creo que Zacarías y Nicéforo ya lo habían hecho antes… No era difícil, pero si aburrido. Para colmo el viejo es poco divertido y en aquella época nos parecía inalcanzable. Una vez el Alcides y yo le hicimos un broma y casi nos mata. El iba en el carro un poco “mamado”. Yo iba al lado en el petiso, tratando de remontar un barrilete. El Alcides creo que andaba en un medio alazán. El carro en el medio y nosotros a los costados. Mi viejo, arriba del carro. Mejor dicho estaba subiendo, cuando a mí se me ocurrió tocar a la tordilla que tiraba el carro con el barrilete en la oreja. Le pasé el barrilete y le metí un rebencazo. ¡Qué mierda! La tordilla arrancó con toda la furia y mi viejo estaba todavía en el pescante. Los caballos salieron para el lado del río desbocados, mientras el Alcides y yo tratábamos de frenarlos. A todo esto, mi papá colgado entre el pescante y la rueda sin poder apoyarse en ningún lado. En el aire venía el viejo. Cuando frenamos a los caballos, a unos doscientos metros del molino grande, mi viejo se cayó al suelo de culo. Y empezó a corrernos con el látigo en la mano. Alcides y yo salimos como tiro con nuestros petisos y esperamos la noche para llegar a casa. Menos mal que cuando asomé la cabeza vi al viejo durmiendo y al otro día la mamá arregló todo… Creo que debe haber sido uno de las pocas veces que mi viejo nos corrió con el látigo.

Es que a esa altura, cuando más o menos yo tenía unos 7 u 8 años, mis hermanos mayores fueron tomando un poco la responsabilidad de la familia. Por aquellos años esto era normal y la nuestra, con todos los problemas, era una familia. Claro, es difícil que diez personas –mis otros cinco hermanos nacieron después, en Santa Fe- puedan vivir bien en una casa chica, modesta. De noche parece que falta el aire y la tos de uno es la tos de los demás. El Zacarías y el Nicéforo ya andaban con ganas de buscar otra cosa, de salir del pueblo para el lado de la ciudad. Y muchas veces lo hablaron en la mesa sin que el viejo les “diera bola”. Para él resultaba difícil moverse, estaba aferrado a eso y no se daba cuenta de que no llegaría a nada. Lo peor es que tampoco se daba cuenta de que nosotros llegaríamos a nada. Pera Inocencio, Martha, Alcides y yo no eramos demasiado problema todavía; éramos chicos, vivíamos jugando, no conocíamos nada mejor para ambicionar. Para mi vieja, cada vez que se hablaba del tema, era un drama: ella lo que no quería de ninguna manera era que nos separáramos. Pero yo me imaginaba que en cualquier momento nos tendríamos que ir, ¿total?, ¿qué dejábamos como para lamentar?

Estas son algunas de las cosas que recuerdo. Hay otros aportes que me confunden un poco. Hablé con mucha gente y sobre todo con mi mamá. Ella cuenta que yo vendía tortitas o bollitos. Y que nunca llegaba con un peso porque cuando el viejo Beltrame, dueño de la panadería, me daba las tortitas con azúcar arriba, esas que se ponen negras y brillantes, yo me comía el azúcar y quería vender la parte de grasa, la de abajo. También dicen que mis primeras incursiones por el boxeo fue cuando tenía cinco o seis años, peleándome en la calle. Sí, yo recuerdo que después de cada tormenta –lo dije antes, al pasar- nos íbamos a la plaza a juntar las toronjas que se desprendían de los árboles. No eran de nadie y eran de todos. Cargaba mi canasta y las traía para la casa. Muchas veces no faltó quien intentara quitarme las toronjas y yo las defendía como todo lo que defiendo en la vida: a muerte. Me peleaba -dicen- con muchachos ya grandes, tipos de 12 ó 13 años. Pero no era yo quien les iba a pelear, eran ellos que me atacaban. Creo que de aquella época me viene mi tendencia a esperar: me hice esperando el ataque y debí abrir bien los ojos para defenderme. No sólo yo, también tenía que defender a mi hermano Alcides y a mis hermanas. Después, ya en Santa Fe, se agregaron cinco hermanitos más. Y allí creo que fue cuando me di cuenta de que había que estar siempre preparado para pelear, para defender lo poco que uno tenía. A veces pienso que si nos hubiéramos quedado en San Javier, toda esta pobreza grande nuestra nos unía, nos hacía más solidarios. Después, en la ciudad, fuimos perdiendo aquel espíritu, ya no se trataba de hacer las cosas por necesidad, había que hacerlas por la misma necesidad pero con amargura, con dolor. Pero lo de Santa Fe es otra historia dentro de ésta. Digamos el capítulo que viene.

De verdad me hubiera gustado vivir un poco más allí para haberme dado bien cuenta de todo. Pero aquellas imágenes no todas son alegres. Una vez a un hermano mío le pasó algo triste, me acuerdo bien. No en detalle, paso por paso, pero sí el final de la historia que es lo más importante (o triste). No sé en qué año, ni dónde fue. La cuestión es que a un vecino le faltó una gallina. El tipo fue al gallinero y después de controlar se dio cuenta de que le faltaba una. Fue a la comisaría y realizó la denuncia. El comisario era un “inglés” grandote, pelirrojo, de manos imponentes. Respiraba fuerte y siempre entraba a todos los lugares con aire de suficiencia. Con aire de comisario, como si fuera el dueño de San Javier. Cuando Jimmy Lockette –así se llamaba este comisario- recibió la denuncia, puso en marcha su “infalible” olfato y le dijo al denunciante:
– No se haga problemas, amigo, yo sé quién tiene su gallina.
Nosotros estábamos reunidos en casa jugando al “nueve”. Mejor dicho yo no jugaba, miraba.
Los que estaban con las barajas en las manos eran Nicéforo y Zacarías con Albino y Goró, una especie de primos nuestros. De repente vemos entrar al colorado comisario Lockette y sin que nadie dijera nada empezó:
– Bueno, aquí está el amigo al que le falta una gallina. Yo creo que la tienen ustedes, así que devuélvansela…
Nosotros nos quedamos todos en silencio. Ni una palabra, ninguna mirada entre nosotros.
– ¿Y?, ¿no van a hablar?
Nosotros, nada.
Se arregló el cinturón, corriéndose el saco hacia afuera. Su propósito era que veamos el revólver que tenía en la cintura. Por supuesto, lo vimos.
– Bueno, muchachos, vamos a dejarnos de tonterías y devolvamos la gallina al señor.
Nosotros seguíamos en silencio.

Pero había algo que nos delataba: el olor que salía de la cocina y un humito que invadía toda la casa. Ya cansado de esperar, el “inglés” enfiló para la cocina, se acercó al brasero, levantó la tapa de la olla y vio dolorido que la gallina que buscaba se estaba desgrasando en caldo.
Muerto de bronca, agarró a uno de mis hermanos y le dijo:
– A ver vos, che, vení para acá.
Mi hermano se quedó en la silla.
– Vas a venir o no vas a venir –le dijo agarrándolo de los pelos. Y arrastrándolo hasta la cocina lo paró frente a la olla.
– ¿Así que no querés hablar? Bueno muy bien…
Y ante la mirada de todos nosotros le agarró las dos manos y se las metió dentro del caldo hirviendo. Cuando me quise levantar para darle una piña, sacó el revólver. A mí no me importó ni medio, me levanté y mis otros hermanos me agarraron entre todos. Después, ante el complacido vecino denunciante, el comisario exclamó: “Váyase a su casa que enseguida voy”. Nos dijo unas cuantas cosas, nos “puteó” de arriba abajo y se fue. Mi hermano se quedó con las manos quemadas y yo muerto de bronca, juré que alguna vez le daría una piña. Nunca supimos si devolvió la gallina al vecino pero siempre quedó en mí una sensación de rechazo a la policía. Aquel había sido mi debut con un comisario. Yo apenas tenía ocho años…

La última anécdota que les voy a contar de San Javier también tuvo un final bravo para nosotros. Había una vieja de “guita” que tenía un campo todo alambrado, lleno de árboles con frutas. A veces la “chorreábamos” haciéndonos un par de zancos para saltar el cerco, otras cavábamos un poco y pasábamos por abajo y si no, trepábamos directamente. La cuestión era buscarle la variedad a la misma travesura de siempre: afanarle la fruta a la pudiente.

Ese día decidimos con la barra hacernos la gran fiesta con un duraznero que estaba para comerlo con tronco y todo. Esperamos la hora de la siesta, porque sabíamos que la platuda dormía como loca todas las tardes. La llamábamos “La Renga” Fort. Le pusimos ese sobrenombre porque tenía un defecto en la cadera –dicen que se había caído, quebrado y quedó así después de la operación- y cuando caminaba lo hacía con el brazo izquierdo estirado y moviéndolo de arriba abajo como las barreras de un paso a nivel. Además, contoneaba todo el cuerpo acompañando al brazo. Era todo un espectáculo. Entramos trepando el alambrado mientras el sol caía a plomo. No hicimos un solo ruidito y eso que éramos como diez. Despacito, despacito, llegamos hasta el árbol. Dimos una última mirada a los alrededores y arriba. Ahí empezó el lío.

Estábamos tan angurrientos y los duraznos estaban tan tentadores que nos peleábamos entre nosotros por agarrar un mismo durazno de dos tipos. De maduros que estaban se caían solo. Entonces me bajé y me comía los del piso. De repente, el grito de uno de los que estaba arriba:
-¡Guarda que viene “La Renga”!
Levanté la cabeza y la vi venir bamboleando su brazo y moviendo su cuerpo. Los vagos me preguntaban qué pasaba y ahí se me ocurrió la idea.
-Nada. ¿No ven cómo hace con el brazo? Dice que sigamos bajando durazno nomás…
Era tan divertido verla mover su mano que no me fijé en el otro brazo. Tría una varilla agarrada y escondida detrás de su espalda. Cuando llegó al lado mío quise rajar, pero era tarde. Me reventó a varillazos. A los vagos que estaban arriba les sangró las piernas de los palazos que les dio y encima, cuando caían al piso por los golpes, alcanzaba a sacudirles el lomo. Desde ese día nunca más le robamos fruta a “La renga” Fort.Creo que no exagero si les digo que fue la paliza más grande que recibí en mi vida y eso que fui el primero que rajé. ¿Se imaginan cómo terminaron los que iban cayendo del árbol y quedaban servidos para la que la “Renga” los remate?

Así fue mi infancia: haciendo travesuras, como la infancia de la mayoría. Ni mucho hambre, ni grandes tristezas, ni frustraciones, ni dolor. Transitando un mundo sin obligaciones. No como piensa la mayoría que allí nació un trauma que luego lo reflejé por el resto de mi vida. Tal vez ello pudo haber ocurrido después. No lo sé ni me preocupé nunca por saberlo. Pero en San Javier, no. Estoy seguro. Aprendí a querer las cosas que me rodeaban y las hice mías. Me crié viendo pasar el río y dándome cuenta de que todo se consigue luchando. Que uno es más hombre cuando aprende a defender lo que quiere. Y que sólo se sonríe cuando hay razones para sonreír.

Aquello terminó como tenía que terminar: Zacarías y Nicéforo se fueron a La Plata a buscar un trabajo mejor y se engancharon en la Marina siguiendo los pasos de Rosendo, que fue el primero. La Rosa se marchó a Santa Fe y consiguió un trabajo en una casa de familia. Al poco tiempo, Rosa llamó a Martha y también se fue. Mi madre estaba desesperada. La escuché llorar muchas noches extrañando a sus hijos. Para mi padre, en cambio, todo seguía igual. Una carta, después otra. Y siempre son las mismas frases:

“Yo creo mamá que lo mejor es que nos tiremos para ese lado o para Santa Fe y vivamos todos juntos”. Eso decían mis hermanos mayores. Y para apurar más el trámite contaban cosas fantásticas. Pero no había ninguna posibilidad de que todos fuéramos a La Plata ni tampoco que mis hermanas dejaran Santa Fe. Pasó casi un año hasta que se tomó la decisión. Zacarías y Nicéforo vinieron a San Javier y hablaron con el viejo. Ellos seguirían su camino en la Marina, pero habían conseguido una casa en Santa Fe para que vivamos todos. Por fin, el 16 de diciembre de 1951 iniciamos la marcha hacia una nueva esperanza: Santa Fe.Nicéforo se fue conmigo y Alcides en ferrocarril; embalamos en un gran cajón lo poco que teníamos y lo llevaron la mamá, Delia, Elba y Martha, que había vuelto por unos días para ayudar en la mudanza. Mi viejo y el Inocencio se vinieron en lo único que conformaba nuestro capital: el carro. Tardaron una semana para llegar a Santa Fe. Cuando subí al tren –por primera vez en mi vida- y vi a San Javier atrás, me sentí como una flor arrancada de su tierra.

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