El boxeador intocable y la más bella obra de arte jamás vista sobre un ring

Por Cherquis Bialo | Infobae.com

Pasado mañana, martes 12 de diciembre, se cumplirán 49 años del día en el cual Nicolino Locche se consagró campeón del mundo de peso medio mediano liviano cuyo límite son 63 kilos con 500 gramos. Fue en el estadio Kuramae Sumo de Tokio ante el hawaiano nacionalizado japonés Paúl “Takeshi” Fujii, quien exhausto y sin visión periférica por los hematomas en sus ojos y pómulos, prefirió quedarse en su banquillo y no salir a combatir hacia el 10° asalto.

Esta evocación no es una simple referencia de agenda retrospectiva. Antes bien, se trata de recordar la mas bella “obra de arte” que un boxeador pudo haber realizado sobre un ring.

Aquel triunfo obtenido por Nicolino hace casi medio siglo exhibió todo cuanto se espera de un boxeador esteta o de un esteta boxeador que se defendió atacando y castigó defendiéndose en el sector del cuadrilátero que eligiese sin que ninguno de sus movimientos en uno u otro sentido perdieran la armonía plástica del atleta en estado de gracia.

Fue campeón mundial apenas cuatro años (1968 a 1972) pero reinó por más de una década (desde 1963 hasta 1973) pues su incomparable estilo sedujo al público de tal manera que aun cuando los puristas negaran que aquello que ofrecía fuera boxeo ortodoxo lo incorporaron como una mezcla de arte taurino con atisbos de ballet, algo de sensualidad en los esquives y mucho de artista en los desplazamientos.

Para llegar a disputar el titulo mundial debió recorrer un largo camino. En aquella época había un solo campeón del mundo por categoría y éste tenía diez retadores en fila del 1 al 10 esperando una chance. A los campeones los reconocían sólo la Asociación Mundial de Boxeo y la revista The RingNicolino era la estrella del Luna Park y derrotaba a todos los rivales extranjeros que el promotor Tito Lectoure le traía para entrar y avanzar en ese famoso escalafón.

En la década de los 60′, los más famosos campeones o ex campeones del mundo pasaron por el Luna Park. Y Locche, a quien llamaban “El Intocable”, les ganaba en memorables exhibiciones como las que diera ante el puertorriqueño Carlos Ortiz, los norteamericanos Langston C. MorganJoe Brown, el italiano Sandro Lopopolo o el panameño Ismael Laguna, acaso el más duro de todos y frente a quien obtuvo un empate.

Llegar a enfrentar a Paul Fujii fue una enorme tarea de Tito Lectoure ante la Asociación que siempre lo postergaba. Es que todos dudaban del espectáculo que fuera capaz de ofrecer un boxeador no convencional, alguien a quien no había manera de pegarle, que a su vez no atacaba ni se paraba a cambiar golpes, que no peleaba cuerpo a cuerpo y que ante cualquier propuesta de fajarse salía a los costados con un leve y veloz paso mágicopegaba y se iba de la zona de fuego.

En tales condiciones nadie quería venir a exponer su titulo al Luna Park por más dinero que se le ofreciera y puesto que por entonces la ganancia del empresario estaba en la venta de las entradas, pues la televisión casi no incidía en su rentabilidad a cualquiera de ellos les resultaba riesgoso contratarlo.

Como no recordar, aunque sea en un pincelazo el significante de Nicolino en aquellos sábados de porteñidad.

El aroma a Chanel predominaba en el ring side. Podían verse mujeres bellas, elegantes y distendidas acompañando a sus hombres dentro de modernos y costosos trajes oscuros, corbatas luminosas del modelista italiano Scappino y zapatos brillosos con la última horma europea. Bajo el humo denso de miles de cigarrillos agonizando al unísono, cánticos felices y alegóricos le daban sonido especial a la fiesta por comenzar.

El Luna Park, aquel templo del boxeo que ya no queda, subía el sonido excitado esperando la magia de su preferido. Desde la calle venía el reclamo de quienes no pudieron entrar: “Entradas Agotadas”, decía el cartel. Igual ya sea por Corrientes o por Bouchard algún centenar de aficionados preferían quedarse con sus radios portátiles pegadas a los oídos para acompañar a su relator preferido al conjuro de las exclamaciones de la multitud que había llenado el estadio.

Cerca de las once menos cuarto, las miradas se orientaban hacia el corredor de Madero y Corrientes, la salida de los vestuarios. Ni haz de reflector, ni música de cortina identificatoria, ni guardaespaldas abriendo el paso, ni ningún notable a su lado. Delante suyo, Don Paco Bermúdez, su maestro desde la infancia hasta la gloria. Detrás el ayudante ocasional del rincón. En el medio bajo el estrépito de la multitud, él, el maestro mendocino dentro de su bata blanca con vivos celestes, el pelo ralo intentando cubrir todo el casco capilar, la toalla blanca al cuello, botitas negras que apenas permitían ver el final de sus medias blancas y una patina de vaselina para darle más brillo al iluminado rostro de sus pómulos pétreos y angulados.

No bailaba ni saltabaNicolino evitaba los golpes a menos de cincuenta centímetros del punto de partida de los puños de sus enfurecidos rivales. Para ello elegía un lugar del ring, preferentemente cerca de las sogas. Y dando el paso atrás se apoyaba en el ese encordado para elastizar el espacio hacia atrás y utilizarlo como soporte movible de sus movimientos de torso. Luego quitaba la cabeza del radio comprometido hacia ambos laterales y su adversario, cualquiera que fuese, caía en el ridículo papel de tirar sus golpes al aire, al vacío y sin tener que transitar el ring ni perseguir a Locche pues éste se quedaba siempre en el mismo lugar. Después, recién después y luego de la participación del árbitro, se desplazaba con tres pasos cortos y acelerados hacia atrás o hacia el costado en una actitud inequívocamente chaplinesca. Era el gran Carlitos en cámara ligera, haciendo girar su bastón. Así lo recuerdo. Y vuelvo a la historia.

Al llegar a ser el numero uno del ranking, ya no se lo podía evitar. Y fue así que les llegó la oferta desde Japón. La misma consistía en una bolsa de 5 mil dólares, más pasajes y estadía para tres. Por suerte Nicolino logró vender los derechos de radio y televisión –en diferido, pues aun no teníamos satélite– en otros 1.500 dolares que le pagó la Bodega Peñaflor. Esto permitió que junto a Nicolino, su maestro Don Paco Bermudez y Tito Lectoure pudiera viajar tambien y como “sparring”el entrañable Juan “Mendoza” Aguilar.

La “cátedra” le daba pocas chances a Nicolino. Se partía de la premisa que su boxeo sólo podría ser desarrollado en la Argentina y con mayor tolerancia en el Luna Park. “Que eso que hace, donde lo intente en otro país, lo descalificaran por payaso…”, se decía.

Fujii era temible, excesivamente agresivo, parco, hosco, nunca se le advirtió una sonrisa, de físico exuberante. Con formación en las artes marciales, cuyos luchadores desprenden un grito hostil y guerrero tras cada acción. Un “¡haaa, haaa!” aturdidor e intimidatorio.

Desde el camarín de Nicolino podíamos escucharlo mientras hacia su calentamiento sobre los guantones de sus segundos. Un “samurai” intrépido, determinado y listo para la batalla estaba dándonos señales de su peligrosidad.

Mientras esto ocurría en el camarín de Fujii, tuvimos que despertar a Locche de una siestita mendocina a la que se había entregado en su camilla. Se acostó para relajarse y se quedó profundamente dormido. Esto ocurría una hora antes de subir al ring. Nunca antes y nunca después se vio a un boxeador bajo tal placidez una hora antes de subir a un ring para pelear.

Aquello fue una lección de boxeo. Una joya de la historia. Un incunable. Nicolino sabía que debía asumir el ataque como fórmula de persuasión para los tres jurados. Y lo hizo. Pero aún así nunca dejó de esquivar los golpes del japonés tanto en ataque como en contragolpe. Pasaban los ganchos y los swings. Se perdían en el espacio los cross y los jabs de Fujii. Es que Locche se le plantaba a pelear hasta obligar al campeón a ser él quien buscara un espacio por donde salir y desde donde recomenzar.

A medida que pasaban las vueltas el dominio era mas ostensible. Locche dominaba a su agresivo rival técnica y psicológicamente. El crescendo de su actuación nos permitió ver a un Nicolino cada vez más firme y determinado; y a un Fujii dejando su energía y convicción en intentos cada vez más previsibles y grotescos.

De a poco, round a round, el castigo recibido iba congestionando los pómulos del campeón mundial hasta convertirlos en una deformada máscara. Y sus ojos, cual hendidura de alcancías, se iban cerrando aún más hasta anular la visión periférica de su lateral izquierdo. Hasta el 8° asalto Fujii intentó poner una mano “de suerte” que lo salvara de semejante papelón. Desde ese momento padeció de la velocidad mental de un Locche inigualable.

En el 9º la paliza fue de tal magnitud que resultaba ocioso anticipar el final. Y frente al micrófono de radio Rivadavia junto a mis compañeros de transmisión Osvaldo Caffarelli y Cacho Fontana no tuve dudas: “Si en este momento le preguntan a Fujii si quiere seguir o irse de este infierno, estoy seguro que quiere irse”, afirmé. Y unos segundos más adelante, mientras transcurría el 9° asalto, agregué ante tan obvia situación: “A Fujii le queda una sola alternativa: comprar un billete de lotería para ver si puede acertar”.

En su banquito ya sin visión, exhausto, sangrante, herido, impotente y sin más herramientas para asir a ese fantasma “Intocable” a quien perseguía infructuosamente y de quien recibía los mas variados golpes tanto en su rostro como en el resto del cuerpo, Paul “Takeshi” Fujii meneó la cabeza en señal de no poder continuar. Sus segundos no lo podían creer. Mientras le vaciaban botellas de agua helada en la nuca y hacia abajo del abdomen, una toalla se apoyaba en su pecho desde el torso hacia el cuello. Resultó más visible su señal de abandono y hasta el árbitro, el norteamericano Nick Pope, salió de su rincón neutral para asegurarse que estaba ante la inminencia de una segura deserción.

El “samurai” se iba del ring. Efectivamente cuando la campana llamó a continuar con en el 10° asalto, el campeón del mundo se quedó sentado abdicando su corona en favor de Locche. Ante éste hecho sin precedentes en un luchador japonés la gente se indignó y comenzó a arrojar los cojines de sus asientos y también sus paraguas, Nicolino en cambio a dibujar su sonrisa mas ancha. Don Paco Bermúdez había demostrado que su pupilo podía ganar en cualquier ring del Mundo. Juan “Mendoza” Aguilar, el sparring, el amigo, lo paseaba en andas regando la lona de lágrimas y euforia. El Embajador argentino en Japón, Dr. Juan B Martin, desplegaba una bandera Argentina bajo la cual todos se enorgullecían. Tito Lectoure suspiraba pues su lucha por lograr la oportunidad para Locche quedaría justificada en la historia…

Dos horas y media después de esta pelea imborrable regresamos al Akasaka Prince HotelEl personal esperaba a Nicolino haciendo una doble fila desde la puerta y bajo una alfombra roja puesta al efecto. El nuevo campeón regresaba triunfante al circunstancial ámbito de sus últimos desvelos. Aquella mañana en las calles de Mendoza, Buenos Aires y el país estallaban espontáneas manifestaciones eufóricas. Nicolino Locche había llevado a cabo la mayor “obra de arte” que el boxeo pudiera ofrecer a lo largo de su historia.

 

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