La vida galopante de Ringo Bonavena

Por Diego Marinelli | Rumbos

Ringo tiene su estatua de bronce en el barrio porteño de Parque Patricios, justo frente a la sede de Huracán, el club de sus amores. Allí, en el legendario gimnasio “quemero”, Bonavena se formó en el boxeo, un deporte que convertiría a este pibe de barrio en uno de los personajes más icónicos de la Argentina de las décadas de 1960 y 1970. El boxeo fue la escena, la vidriera, desde la que brilló una personalidad compleja, siempre a mitad de camino entre la inocencia bonachona y la viveza desbocada, cuya vida se puede contar como uno de esos relatos en los que la realidad se empeña en superar a la ficción.

Si la vida de Ringo fuera una película, sería una de Martin Scorsese, una del estilo de Buenos muchachos o Casino. Era un grandote con cara de nene, peleador potente que maquillaba su escasa técnica con una comprensión intuitiva de que la gente adoraba el espectáculo, incluso por encima de los éxitos deportivos. Ahora, en plena era de los “mediáticos”, sería bueno recordar que Bonavena fue el primero en utilizar a los medios de comunicación como mecanismo para estar siempre en boca de todos. Y vaya si estuvo en boca de todos.

De su admirado Mohammed Alí, aprendió que un boxeador podía convertirse en un ícono si además de sus puños sabía usar su lengua. Soltando frases de estilo “maradoniano”, provocaba a sus rivales y generaba expectativas que lo hacían llenar el Luna Park como ningún otro boxeador de su tiempo. Gracias a eso, se convirtió en un fenómeno que traspasó las fronteras argentinas. Peleó contra varios de los grandes, gente de la talla de Joe Frazier, y el punto más alto de su carrera ocurrió el 7 de diciembre de 1970, cuando en un Madison Square Garden a reventar, le aguantó 15 rounds al legendario Alí.

A partir de entonces, la trama comenzó a oscurecerse: declinó deportivamente, se vinculó con promotores de poca monta, vinculados con la mafia italo-americana y acabó asesinado de un balazo en un episodio confuso, delante de un prostíbulo llamado Mustang Ranch, en el pecaminoso estado de Nevada, Estados Unidos. El desfile de su entierro en Buenos Aires, que transcurrió durante una fría mañana de finales de mayo, convocó a más de 100.000 personas y fue el primer episodio callejero de masas tras el gope de 1976. Un final espectacular y extraño, a la altura de la película de Ringo.

Un nene gigante

La vida galopante de Bonavena se apagó hace 42 años. En su libro, Díganmé Ringo, del pretigioso escritor y periodista deportivo Ezequiel Fernández Moores se reveló el caleidoscopio de la personalidad de Bonavena, los claros y los oscuros de un tipo avasallante.

“Era un tipo bueno, compañero, solidario, pícaro, un porteño bien de barrio, con todo lo bueno y lo malo que eso puede significar”, arranca Fernández Moores. “No era un gran boxeador, técnicamente hablando, era más bien un valiente, potente y con aguante. Cuando uno ve sus peleas, ve que tira unos voleos que se perdían en el aire, para nada ortodoxo. Además, tenía pies planos. Si Mohammed Alí parecía flotar, Ringo se movía como una heladera. Pero así y todo peleó con los grandes de su época y disputó dos títulos mundiales”.

Ringo fue un tipo muy de la noche, en una época muy particular de Buenos Aires. Era amigo de Palito Ortega y de muchas vedettes del teatro de revista. Gracias a Palito, grabó “Pío pío pío pío pío pá”, una canción inclasificable, al borde de lo payasesco, que sin embargo fue un tremendo éxito popular. Era habitué de discotecas míticas como Mau Mau y tenía ese don maradoniano para acuñar frases que luego saltarían al habla de la calle: “La experiencia es un peine que te dan cuando te quedás pelado”, “Cómo será de solitario el boxeo, que cuando suena la campana, te sacan hasta el banquito” o “De tanto repetir de grado, casi me caso con la maestra”. Gran memorizador de frases, transformaba las entrevistas en especies de performances en las que se marquetinaba a sí mismo.

Fernández Moores cree que Bonavena fue aprendiendo que el boxeo era mucho mejor si estaba acompañado de show. “En los Juegos Panamericanos de 1963 le muerde la tetilla a un rival y le quitan la licencia. Se va a Estados Unidos y allí conoce el estilo provocador y verborrágico de Alí, que en ese momento era todavía Cassius Clay. Y a partir de entonces se convierte en un “bocón”. Le lleva papel higiénico o coronas de entierro a los rivales y siempre convoca a los medios para que den testimonio de las cosas que hace. Antes de que exisitieran los agentes o el marketing, Ringo entendió que el uso de los medios le proporcionaba dinero tanto arriba como abajo del ring. Decía ‘Gano plata y no me pegan’. Lo que le generaba enfrentamientos con los Lectoure, que eran los dueños del Luna Park y del boxeo en la Argentina, por su manejo de los números y de la plata que quería ganar. En ese sentido fue un pionero”.

El pibe versus el mito

La pelea de Bonavena con Alí fue el acontecimiento más visto del deporte argentino hasta la final del Mundial de Italia 90. Es que el espectáculo estaba asegurado: el pibe de barrio contra el mejor boxeador de todos los tiempos, en el mismísimo Madison Square Garden. Tuvo 80 puntos de rating.

Recuerda Fernández Moores: “Creo que el fenómeno era también lo que significaba Ringo para los jóvenes de aquella época –usaba pantalones patas de elefante, era mujeriego, casi un rockero– y, por supuesto, lo que significaba Mohammed Alí para el mundo, que regresaba tras cinco años suspendido por haberse negado a ir a la guerra de Vietnam. Era su segunda pelea y Ringo, en la ceremonia previa lo había desafiado y casi que le gana el duelo verbal al propio Alí”.

Durante el pesaje, Ringo le grita: “¡Chicken, chicken!” (gallina), para picarlo porque se había negado a ir a Vietnam, y le frunce la nariz, haciendo como que huele mal.

Como solía hacer antes de sus peleas, Alí había pronosticado que iba a noquear a Bonavena en el noveno round. “¡Pero lo que ocurrió es que en el noveno Ringo casi que lo noquea a él!”, se ríe Fernández Moores. “En realidad, fue que Alí trastabilló solo y se cayó al piso. Pero lo cierto es que en la lona, en el noveno, estuvo él, ja, ja”. La pelea acabó con un KO por triple caída de Ringo en el último round. Pudo haber llegado al final, pero fiel a su estilo, salió a matar o morir. Muchos entrenadores y especialistas de boxeo criticaban eso de ir siempre a pecho descubierto de una guapeza que lo hacía recibir más golpes de lo necesario para ser un gran boxeador.

Tras la pelea con Alí, Ringo pasa un par de años haciendo más de personaje mediático que de boxeador y, en el 76, se va a Reno, Nevada, a cumplir un contrato con Joe Conforte, un tipo vinculado con los prostíbulos, el juego y la mafia. Allí tiene un extraño amorío con la mujer de Conforte, Sally, una señora que casi lo doblaba en edad y que estaba casi postrada por la diabetes, pero a Ringo le dio igual. La sedujo y su estilo desbordado terminó hartando a Conforte. Le quemaron el pasaporte, le quemaron la casa rodante en la que vivía. Pero a Ringo le siguió dando igual. Quizás el gatillo lo apretó el propio Conforte o, tal vez, fue uno de sus sicarios… La vida del pibe de Parque Patricios, el eterno niño que no sabía estar callado, se terminó de un balazo, envuelta en el polvo que levanta el viento ardiente del desierto de Nevada.

POr elesquiu.com

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