(VIDEO) Nicolino Locche, la gloria de un discutidor

Por Julio Cesar Iglesias | Marca.com

El 12 de octubre de 1968 fue un día oscuro en la vida de Nicolino Locche, alias El Intocable, uno de los boxeadores más originales y deslumbrantes de todas las épocas. Carteles, prospectos y boletines le anunciaban en un duelo menor con cierto aprendiz llamado Aníbal di Lella, un tipo apodado El Jabalí, cuyo currículum, dos victorias en cuatro peleas, revelaba el carácter casi protocolario de la cita. Consecuente con ella y con su particular espíritu ahorrativo firmó un empate de cortesía.

Entonces, Nicolino tenía ya 29 años y 105 combates, la edad biológica de un hombre adulto y la edad atlética de un gladiador anciano. Además de ostentar los títulos argentino y suramericano del peso ligero, se había enfrentado a Joe Brown, Ismael Laguna, Carlos Ortiz, Sandro Lopopolo y Eddie Perkins, las máximas celebridades de la categoría. También se las había visto en dos ocasiones con su paisano Carlos Cappella, un filósofo del ring que sin duda se inspiró en él cuando alguien le preguntó sobre su propio estilo.

-¿Pelea usted al ataque o al contraataque?

-Yo no peleo: yo discuto.

Aquel día, como en tantos otros, Nicolino no peleó: discutió.

Campeón del mundo

Aunque no necesitaba excusas para evitar el conflicto, El Intocable pudo invocar unas cuantas para justificar su atonía. En primer lugar, no se había entrenado más de cinco minutos durante la última semana; en segundo, no había fumado menos de 20 pitillos entre copa y copa; en tercero, no había bebido menos de 60 copas entre farra y barra; en cuarto, faltaban exactamente dos meses para su mundial del superligero, la batalla definitiva. ¿Debía recapacitar y preparar a conciencia un compromiso tan exigente? Tranquilos, compadres: al viejo Nicolino, el duende de Mendoza, le sobraba tiempo.

El 12 de diciembre, sin otras incidencias, subió al cuadrilátero en Japón. Mientras aflojaba el cuello, los espectadores cuadraron sus hechuras con sus cifras: no alcanzaba el metro setenta, carecía de pegada y, para cerrar el círculo, no había cumplido los 30, pero aparentaba 40. Paul Fuji, un campeón que sudaba como la dinamita, le volaría en mil pedazos.

Nueve asaltos después, Fuji abandonó: Locche le había puesto un ojo a la funerala y, peor que peor, le había puesto en ridículo.

El mundo del campeón

Su exhibición fue un hito en la historia de su deporte. Aceptó tres cambios de golpes con aquel rudo samurái, pero si acaso recibió uno; uno solo que Nicolino explicó así en la intimidad del rincón: “Su gente merece disfrutar un poco, hermanos”. De nuevo, su papel de simulador respondió a su vena teatral; por su cómica manera de pisar la lona y su modo burlón de rehuir el castigo seguía siendo un duplicado de Charlie Chaplin. Su paso de marioneta, su sonrisa provocadora y sus continuos desplantes convertían el drama del boxeo en una pantomima. Tony Ortiz, uno de sus dos rivales españoles, confesó su admiración por él. “Nunca pensé que le pegaría tanto”, ¿a Locche? “No: al aire”.

Heredero de las cobras y los fantasmas, agitó las noches, renovó la esgrima, reivindicó el pugilismo como arte de la defensa, y demostró que la esquiva de cintura no es un oficio, sino un don.

Sin pretenderlo hizo un prodigio más: dio voz al cine mudo.

 

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