(VIDEO) Falucho Laciar en 1981: Hazaña cumplida

Por elgrafico.com.ar

Hay un sonido, un color y un sentimiento alojados para siempre en mi alma. Trato de empezar y no puedo: quiero volver atrás y es inútil… Hay un hombrecito de sonrisa apenas perceptible que invade el antes y el después. Que está en cada uno de los momentos de aquella vigilia excitada y de este eufórico presente. El hombrecito dulce y simple llegó al camarín envuelto en la Bandera Argentina, se la quitó, la dobló, la dejó apoyada en uno de los bancos, se subió a la camilla de masajes, dejó que la cabeza le colgara a partir de la nuca, llevó las dos manos al pecho, entrelazó los dedos y comenzó a darse cuenta de lo que acababa de ocurrirle: YA ERA CAMPEON DEL MUNDO Y SE LO DECIA, EN VOZ BAJA, A SU MADRE. “Mamita —comenzó balbuceante— mamita, lo conseguí, lo conseguí, es para vos, es para vos…”. Las lágrimas llenaron su cara de triángulo opuesto. El vestuario estaba lleno de argentinos. Pocos le escuchábamos. Como siempre, hablaba bajo, casi para él. Pero en aquel llanto estaba la síntesis de todo: primero se gana, después se llora; primero hay que endurecerse, después ablandarse. Santos Benigno Laciar supo hacer cada cosa en su momento y cuando llegó el día de la pelea aquel hombrecito se transformó en gigante. Un ejemplo cronológico de su evolución a través de frases dichas por él mismo durante la semana:

Lunes 23, después del gimnasio: “Hoy anduve bien, pero tengo que andar mejor”.

Martes 24, al regreso de una exhibición ante 5.000 mineros en Orkney, 165 kilómetros al NO de Johannesburgo: “No me siento fuerte, no sé lo que me pasa”.

Miércoles 25, durante la cena: “Si yo tuviera un poquito de potencia, a ese negro lo pongo nocaut”.

Jueves 26, después del footing y en plena campaña de todo su entorno por levantarle la moral: “Hubiera podido seguir corriendo 3 kilómetros más, estoy otra vez con aire”.

Viernes 27, en su pieza, alrededor de las 7 de la tarde: “Estoy bárbaro, quédese tranquilo don Cacho (a Francisco Giordano) que voy con todo, estoy al pelo”.

Sábado 28, día de la pelea, a las 6 de la mañana a su entrenador Horacio Bustos: “Pensar que hoy voy a ser campeón del mundo, ¿qué grande no?, le voy a arrancar la cabeza a ese negro, ya vas a ver…”.

De la frase pasamos a la anécdota: mientras Malvares le ganaba por demolición a Gwiji, Laciar terminaba un partido de truco con Bustos, totalmente concentrado en la forma de sumarse los tantos. Faltaban 30 minutos para el combate. En ese momento Bustos tenía 80 pulsaciones por minuto y Laciar 70: estaba más tranquilo el boxeador que su técnico. Y este proceso fue general. Cuando llegarnos a Sudáfrica la pelea era dura. Cuando vimos el video tape de Mathebula contra el coreano Tae Shik Kim la pelea era dificilísima. Cuando visitamos Soweto y hablamos con la policía, el clima que rodearía al combate seda de altísima presión. Cuando empezaron los llamados anónimos amenazantes, el microclima de la delegación agregó una preocupación más. Para colmo Lectoure había trazado un esquema de trabajo tan exigente que Giordano, el hombre que junto a Bustos han manejado el despegue de Laciar y que lo conoce mejor que nadie humana-mente, le pidió una reunión para plantear sus dudas. Giordano decía que Laciar no estaba acostumbrado a trabajar fuerte. Lectoure le explicó en la vereda del hotel que quince rounds exigen más que diez y que no se preocupara ya que al entrar en la semana del combate (la charla se realizó el martes 24 a las 22 horas) el ritmo seria decreciente. Giordano, promotor de Villa Carlos Paz, un hombre inteligente, hábil y desconfiado, veía que había cada vez más Lectoure en la vida de Laciar. Más que eso, advertía con afecto paternal que su pupilo no estaba todo lo bien que él quería que estuviese. Lectoure y Giordano se pusieron de acuerdo y se continuó con el plan de entrenamientos pre-visto. Bustos, ex boxeador, gran mu-chacho, trabajador, tímido, de gran ductilidad para convivir, se confesaba conmigo cada mañana, pues mientras los boxeadores daban tres vueltas de dos kilómetros y medio alrededor del Zoo Lake Park, nosotros —en el mismo tiempo de 36 a 38 minutos— hacíamos solamente dos. Me di cuenta que Bustos se quedó tranquilo sobre el estado de su muchacho después del miércoles 25: “Le puedo decir ahora que Falucho va a llegar al pelo”, me confidenció el jueves 26. La llegada del doctor Paladino fue funda-mental. En el idioma más directo y a través de anécdotas de peleas y personajes del pasado lo fue convenciendo a Laciar de que él no padecía de ningún problema físico, que lo suyo era una cuestión sicológica. “Si querés andar bien vas a andar un fenómeno, si te dejas caer, chau, moriste”. El otro médico que compartió la delegación es el doctor Mantegazza de Villa Carlos Paz. Nunca se metió en profundidad profesionalmente, fue un respaldo para Laciar y también para Giordano, de quien es gran amigo. Sin hacerlo muy visible, Mantegazza siempre estuvo presente en las reuniones entre Paladino y Laciar. Por lo general trató de hablar poco y sobre todo oficialmente, pero el jueves, a dos días de la pelea me dijo: “La llegada de Cacho (Paladino) cambió todo; dio vuelta al chico”. En realidad lo que había hecho Paladino fue moralizado permanentemente. Algo así como un lavado de cerebro. Manejarlo con más habilidad que Tito, el hombre de los “gritos y el rigor” y darle menos dramatismo al compromiso que el que le transfería Giordano, quien llegó a consumir más de 50 cigarrillos diarios.

RUMBO A SOWETO

Quiero retener los sonidos. La sirena de la moto Honda chapa C.H.X. 131 T abriendo camino a cargo del oficial J. J. Erasmus, de la Policía de Tráfico de Johannesburgo. La bocina permanente del Ford Escort 1-6 G. L. patente B.D.L. 114 B manejado por el mayor de la policía de Soweto R. K. Mazibuko. Los cantos dentro del ómnibus Nissan por parte de los 15 enviados especiales de medios argentinos, más el maitre y dos mozos del restaurante Pallazzo donde la delegación cenó durante toda su estadía, Marenco, Flores, Jácamo (residentes argentinos) y todo el grupo de técnicos, médicos y boxeadores. El chofer, Willie Letswalo, jamás podrá saber qué significaba todo aquello que decían los estribillos de tribuna futbolera. Nosotros, sí. Todo cuanto intentamos fue crear un clima de alegría, de fe, de optimismo. Al entrar a la zona del Soweto el sonido se transformó en color: la gente al costado del camino convocada por las sirenas policiales nos saludaba amistosamente; nuestro ingreso al estadio fue fraternal: mil manos se hicieron racimo para estrechar nuestras manos. El primer mito comenzaba a desvanecerse: encontrábamos más amigos que enemigos, más sonrisas que hostilidad, más fraternidad que rechazo. Cientos de policías en todos los sectores. Imposible estimar una cifra. Porque a los uniformes azules de los cuerpos de vigilancia se sumaban los hombres del ejército de la Peace Force (Fuerza de la Paz), voluntarios vestidos de negro, con bastones, que integran un grupo de policía asistencial. Cuando estuvimos dentro nos parecieron obvios los alambrados de púas, las barreras, los cordones. En medio de todo y de todos, el hombrecito postulante a gigante extrañando su siesta cordobesa. Desafiando gritos, idas y vueltas de hombres de prensa y fotógrafos se echó sobre una de las dos camillas tapizadas e intentó un sueñito. El mentón sin rigidez, las manos sin temblores, los labios reposados. Afuera, sol quemante y aire liviano; adentro, en el camarín, un desfile de tensionados que no le alcanzaba, que resbalaba por su piel tostada y fresca. Las derrotas de Alfaro y Narváez fueron los únicos contratiempos que padeció. Pero cuando llegó Malvares victorioso pegó varios saltos y se abrazó prolongadamente con su colega y, desde este viaje, también amigo. El profesor Russo lo ayudó a precalentar con ligeros movimientos de cabeza y brazos. Malvares le advirtió sobre lo difícil que le resultaría desplazarse en un ring tan acolchonado: “Trate de no caminar ligero porque el piso es un desastre”. Falucho le respondió: “Peor para él, yo nunca voy a retroceder, así que…”.

El final. Mathebula en el suelo, groggy y desahuciado. El árbitro Berg dispuesto a comenzar un lento conteo. Dos minutos del séptimo round. Santos Benigno Laciar ya es el campeón...

Al abrirse la puerta, a las 5.47 de la tarde, un oficial preguntó: “¿Estan listos, señores?” Sí, contesté, metiéndome en lo que no me importaba. “Entonces, síganme”. Adelante, Tito, en el medio La-ciar, detrás Bustos, yo y el profesor Russo con el balde. Los 80 metros hasta el ring fueron emocionantes. Ahora, aturdiendo, volvían el sonido a través de las gargantas y el color untado de cielo, sol, estadio, gente, tribunas, fervor, deporte, sueños y la búsqueda de una verdad que demostrase el sí o el no. En esos 80 metros no se habló una sola palabra. Lacíar llegó hasta las escalerillas del ring sereno y seguro. Le habíamos hablado tanto del Himno, de la emoción que produce y del aflojamiento que provoca, que lo desafió respetuosamente, pero sin excitación. El sol, frente suyo, le achicaba los ojitos y quería que la Bandera le cubriera todo el pecho. Después se dio un gusto: paralizó su mirada ante Mathebula como lo hiciera Leonard contra Mano de Piedra. “Se lo voy a hacer, quiero ver qué se siente”, me había dicho en Villa Carlos Paz hacía un mes. Y se lo hizo. Era un síntoma de absoluta conciencia. Era una elocuente: prueba de fe.

UN PLAN ESTRATÉGICO PERFECTO

Brian Rose Adam, periodista del Sunday Times, nos había dicho que Mathebula no tenía una buena condición física. Era una muy buena fuente, sobre todo de colega a colega después de muchos años de intercambiar información en grandes eventos del boxeo. Floyd Patterson, aquel maravilloso ex doble campeón de los pesados, vino desde Nueva York contratado por la televisión sudafricana para hacer sus comentarios previos simultáneos y posteriores al combate. Patterson, cuya opinión es reputada, también lo había anticipado: “Mathebula tendrá que matarse si quiere soportar la presión de Laciar”. A partir de allí Lectoure puso un espía por 500 dólares y el miércoles sabíamos que el campeón trabajaba demasiado y hasta llegó a hacer guantes el viernes para poder entrar en categoría. Si era cierto que el campeón adolecía de condición física, lo mejor sería planificar una pelea a largo plazo. Si no era cierto, no se perdía nada, pues desde siempre se conceptuó a la pegada del campeón como un arma inofensiva.

La consagración del cordobés.

Bustos quería que Laciar no saliera de entrada a matar. Y Giordano, el hombre de las precauciones, repetía en todas las tertulias: “Ojo, Laciar no es Palma, se va a fundir si empieza a lo loco”. Conclusión: había que estructurar un plan acorde a la comodidad física del cordobés: procurar la media distancia y disparar con un ciento por ciento del objetivo estático. El primer round lo ganó Mathebula con su formidable jab de izquierda en anticipo y el dominio de la distancia a través del equilibrio de sus piernas en las salidas laterales. El planteo de la pelea obedecía a una lógica pura: Laciar al ataque, Mathebula en retroceso. Uno tenía cañones en los puños (Laciar) y el otro balas de fogueo. Había que esperar la decantación física para establecer las pautas en prospectiva. Quien se cansara antes perdería efecto. Y allí estuvo inteligentísimo el chico de Huinca Renancó: trabajó también el segundo asalto sobre las manos de Mathebula, sin desesperarse; más bien, tratando de encontrar coyunturas propicias para descargar con justeza algún golpe preciso. En el 2° asalto el estadio se volvió silencio. Aquel pistoneo armonioso de zurda del ex campeón perdía distancia: Laciar estaba cada vez más cerca, cada vez más fuerte, cada vez más confiado y cada vez más seguro. Una derecha en swing de Laciar provocó la primera gran preocupación del sudafricano quien advirtió su párpado izquierdo sangrante. Para no correr riesgos dejó su mano derecha permanentemente en cobertura de la zona abierta. El tanquecito cordobés siguió avanzando sin dinamizar las descargas pero sin mermar en su búsqueda ofensiva. Cada tanto las descargas jabeadas de Mathebula que levantaban al público. Para quienes estábamos cerca se iba gestando la primera sensación de contraste físico: el nuestro entero, Mathebula ya cansado a la altura del último minuto del 4° asalto. Por entonces —final del 4°— la pelea era totalmente pareja: el sudafricano habla ganado el 1er. round, Laciar el 3°; el 2° y el 4° hablan sido parejos. La locura habría de producirse en el 5° round.

Su equipo lo alza. Fue la victoria 39 del campeón.

Stanley Berges, de Chicago, tiene 55 años, es dueño de dos playas de estacionamiento y ninguno de sus 4 nietos se animó a decirle jamás que es un desastre como árbitro a pesar de sus 30 años en el ring. Todo cuanto hizo desde el 5° hasta los 2’20” del 7° round en que terminó la pelea, fue absurdo. La primera caída (derecha en apertura e izquierda cruzada invirtiendo la combinación) ya era lisa y llanamente el nocaut. Llegó hasta 8 contando con un reloj de arena. La segunda caída (un gancho de derecha a la punta de la pera) que sacó a Mathebula del ring la consideró empujón (caradurismo total); la caída en que Mathebula se lo lleva a Laciar tomándolo de la cintura también era válida para conteo; y al final, después de una combinación de más de seis golpes, Mathebula (que se quería ir al final del 5° y sus segundos lo empujaron para continuar) se levantó a los doce segundos cuando el referí iba por ocho. Dio por terminada la pelea porque el propio sudafricano encaró el rincón totalmente groggy y desahuciado. Después consumó un coloquio en la esquina del perdedor como queriendo decir “no tuve más remedio”. Volvió al centro del ring y levantó la mano de Laciar a instancias de Tito.

La vuelta al hotel. La sirena. El ómnibus. Los negros que saludan con admiración. Sonido, color y sentimiento. Todo junto otra vez. Llamados. Radios. Telegramas.

Laciar es el boxeador argentino más importante del Peso Mosca.

A nuestras espaldas la aventura de Soweto. La quijotada de un “loco” como Lectoure que se animó a venir sin importarle nada más que la chance para el boxeador argentino. Los cigarrillos y la emoción de Giordano. El llanto de Bustos, técnico exclusivo de Laciar, que se gana la vida cortando el cabello en Villa Carlos Paz, la euforia de Mantegazza, el incondicional amigo que dejó todo y se vino. Y el hombrecito ya gigante. El dueño de la hazaña.

Mientras nos ajustamos los cinturones para aterrizar en Ezeiza, este domingo 29 de marzo de 1981, cerramos los ojos para disfrutar otra vez. Vendrán tiempos futuros. Prefiero quedarme con este recuerdo. Se abren las puertas del avión. Laciar ya es de todos, ahí está, no le hagan daño…

Por Robinson (1981).

Fotos: Cloete Breytenbach (The Associated Press).

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