Dejé el boxeo y me dediqué al humor: hacer reír necesita también de un cross a la mandíbula

Cuando era chico pensé primero que sería futbolista profesional –aunque terminé siendo un futbolista frustrado–, después tenista, después ciclista y finalmente un deportista todo terreno. A continuación imaginé que iba a ser boxeador por siempre y para siempre.

Hoy no me animo a descartar nada. Ni siquiera la idea de volver al ring que dejé desde que perdí en 2014 con el puertorriqueño Miguel Cotto. Abandoné el boxeo con 51 peleas ganadas y tres derrotas. Obtuve cinco títulos mundiales y logré todo eso aún padeciendo una mezcla de cansancio y fuertes dolores de hombro y rodilla. Más temprano que tarde descubrí también que más allá del cuadrilátero había para mí otras vidas posibles.

Para que me entiendan mejor necesitaría remontarme a los comienzos. Nací en Avellaneda pero crecí en Quilmes, hijo de una clásica familia tipo: mi viejo trabajando, mi madre ama de casa, necesidad prioritaria para ellos de alimentar a los tres hijos. En ese contexto tuve una infancia difícil de la cual no me quedaron lindos recuerdos. Cuando era chico me hice famoso en el ambiente como “el mudo” o “el raro”.

Tanto en la infancia como en la adolescencia pasé hambre: tuve que abandonar el estudio en segundo año de la secundaria –a los 14– y debí trabajar en muchas cosas como albañil, soldador y arreglador de techos y tinglados. Pero la vida siguió su curso. En la casa familiar el fútbol y el boxeo eran una especie de religión. Tengo tres tíos que se dedicaban al box y el hecho de haber crecido en medio de una realidad tan influyente hizo que mi relación con el deporte fuera algo natural. A los once años empecé a jugar al frontón de manera intensa. Después practiqué tenis y ciclismo. Desde entonces hasta los veinte nunca dejé el deporte.

A los veinte, justamente, me hice boxeador y con una sumatoria de trabajo, esfuerzo y disciplina –no de suerte ya que no creo en ella– me convertí en lo que soy. Unos años después, y como resultado de la crisis política y económica de 2001, dejé la Argentina rumbo a España adonde llegué el 12 de febrero de 2002. Ojo. Tampoco en la península las cosas fueron fáciles para mí. Era indocumentado, viví más de un año en una pieza sin luz eléctrica ni agua potable. Comía en una iglesia. Luego trabajé como patovica durante ocho años en un boliche bailable en la ciudad de Guadalajara. Mi tarea era “quitar a los malos” de la fila. No fue fácil, insisto. En algún momento hasta llegué a pedir comida por la calle.

Pasado algún tiempo las cosas empezaron a mejorar y poco a poco surgieron buenas opciones laborales. Es verdad que el boxeo, que siempre ha sido mal remunerado, no me alcanzaba entonces para vivir. Ocho años viví en Guadalajara y finalmente, siendo ya un boxeador profesional, terminé instalado en Madrid, más precisamente en el municipio de Valdemoro, un lugar que está a salvo del ritmo frenético que impera en la capital española. Odio el invierno así que cuando llegan los primeros fríos viajo a la Argentina para retornar apenas allá empiezan a bajar las temperaturas. Mis amigos dicen que tengo hormigas en el culo y así debe ser. Soy insoportablemente movedizo.

Tampoco dejaba de moverme en el ring. En ese lugar aprendí a manejar mejor los tiempos y las distancias. El boxeo, a diferencia de lo que algunos creen, no se reduce al arte de golpear o recibir. Se dan y reciben golpes, claro, pero no todo se limita a eso. Hay que saber manejar los tiempos y las distancias, provocar de manera constante al rival, engañarlo, estar muy atento y tener lo que llamo sentido de oportunidad a la hora de lanzar el contragolpe definitivo.

Lo cierto es que a cierta altura todo eso empezó a cansarme. Junto a sus virtudes el boxeo tiene a veces un color turbio y un sabor amargo que produce sensaciones no siempre bonitas. Ya no me sentía cómodo en ese lugar. Pienso a veces que me fui del boxeo antes de que el boxeo me echara a patadas. Después de mi último combate en el Madison Square Garden apareció claramente en mi cabeza la idea de retirarme. No por casualidad elegí ese lugar, el Madison, para hacerlo porque es un ícono indiscutible para todo boxeador. De algún modo estoy agradecido. Sin saberlo Cotto me hizo el favor de avisarme a tiempo, y a golpes, lo que yo debía hacer en el futuro. Esa noche de 2014 peleaba con mi sombra y mi sombra me noqueó. Pero la caída no sería eterna.

Aumenté unos cuantos kilos, retomé una vida normal y de pronto surgió en mi cabeza la idea de contar mis experiencias desde un escenario. Todo empezó cuando escuché un monólogo de un amigo español, también boxeador, llamado Hovik Keuchkerian. Después hablé con él, me dio consejos inolvidables y me propuso que escribiera el primer guión para un stand-up. Fue maravilloso. Ahí se abrió una nueva puerta para mí. A veces me preguntan qué tiene que ver el stand-up con el boxeo y mi respuesta es mucho. Por ejemplo: si en un show uno cuenta un chiste y nadie se ríe, o, mejor dicho, si el público no está muy atento al desarrollo del monólogo, el espectáculo terminará en un desastre. El stand-up, como el box, tiene que funcionar como un cross a la mandíbula. No es fácil. Lo que tiene de malo el boxeo es que si te distraés te pueden lastimar. En un espectáculo el público puede no quedar satisfecho. Pero si me dan a elegir entre una cosa y la otra yo prefiero que no me golpeen.

Lo cierto es que empecé a escribir, me volví un poco raro otra vez, un poco místico, algo más profundo y cada vez más alejado de lo banal. Hice teatro, participé en la Argentina en una experiencia llamada Teatro por la Identidad que ha sido algo valioso para los actores y el público que pudo ser testigo de ese emprendimiento. Antes armé una banda de música y después, tras firmar contrato con el productor Miguel Pardo, debuté en Villa Carlos Paz, Córdoba, con un monólogo en el teatro Holiday. Posteriormente llegó una película, dos series y alguna incursión esporádica en la televisión argentina. Hasta filmé un documental emitido por Netflix. En esos espacios, al igual que arriba de un ring, uno debe tener habilidad para adaptarse a un papel u a otro sin perder posición y fortaleza, pero a veces también toca perder.

Por esos tiempos, con mi socio Miguel de Pablos, generamos también la promotora de boxeo Maravillabox –actuamos de manager y hacemos veladas de boxeo buscando nuevos talentos–, filmé algunos documentales para HBO y, aunque parezca increíble, coprotagonicé la película “Pistoleros”. Es una historia de bandidos rurales ambientada en los años 60, inspirada en la vida de Isidro Velázquez, uno de los últimos y míticos quebrantadores de la ley. El film fue codirigido por Juan Palomino y Nicolás Galvagno.

Resulta que con Nico íbamos al mismo peluquero. Diego Martín. Hasta recuerdo su nombre. Un día Diego me dijo que Nico quería conocerme con la idea de proponerme que trabaje en la película. ¡Ja! Como si yo fuera una gran celebridad. De hecho no me siento así. Pero la cosa es que nos pusimos en contacto y me ofreció participar . Después me llevó el guión y me preguntó con qué personaje me sentía más identificado. Cuando le dije que quería interpretar al bandido rural –principal protagonista– me aseguró que era justo el rol que había pensado para mí.

En realidad, y pese a carecer de estudios, yo ya venía escribiendo y leyendo desde mis tiempos de boxeador, es decir, unos quince o veinte años atrás. Recuerdo por ejemplo que la lectura de La conjura de los necios, el clásico de John Kennedy Toole, me marcó para siempre. Otro paso importante fue encarar la escritura de mi autobiografía. Casi sin experiencia previa la grabé inicialmente en una hora y media en mi celular. Después la escribí. Ese trabajo se hizo realidad con el libro “Corazón de rey” (Entrena tu mente, conquista tu sueño) donde recorro mi vida con algunas paradas inevitables en algunos temas.

Aclaro que mis cambios de vida nada tuvieron que ver con la búsqueda del éxito. Vivir para buscar fama no es lo mío. Sí, en todo caso, para trascender, para no ser olvidado, para buscar un lugar en la historia y dejar al menos una marca para los que siguen. El mensaje principal que intento disparar es que a veces nadie cree en nosotros pero que eso no es lo más importante. Lo que importa es la voz interior que cada mañana nos dice que sí, que nuestro otro yo interno cree en nosotros. Por ideas como esa algunos críticos dijeron que mi autobiografía era una especie de libro con consejos de autoayuda. No coincido con eso. Ni los jóvenes ni los viejos quieren escuchar consejos. A lo sumo uno puede compartir con ellos tal o cual experiencia personal. Pero no mucho más.

Encaro ahora mi noveno año sin invierno. En realidad me la paso viajando. Cuando vengo a la Argentina me muevo de aquí para allá para dar mis charlas y espectáculos. Hoy Olavarría, mañana Bahía Blanca, después Neuquén, después Salta y así. Voy en auto y manejo yo mismo. Cuando era más joven fui mochilero: con mi primo Chuly Paniagua recorrimos el país entero. Después hice lo propio en España. Me encanta viajar por encima de todas las cosas y, para qué negarlo, también me gusta hacer el amor. El sexo para mí es algo fundamental. La clave, creo, es hacerlo siempre o casi siempre con mucho amor.

Cuando estoy en Valdemoro me levanto sin despertador. Después de ducharme hago y tomo unos mates, voy al gimnasio y entreno una horita. Almuerzo tranquilo, salgo luego a dar vueltas por ahí, paso la tarde charlando con amigos en casa o en un bar, después vuelvo a casa y me dedico a escribir, me preparo para salir o cocino algo rápido y sencillo. Es una vida tranquila que a veces se interrumpe por algún viaje a Nueva York, Londres, Las Vegas, París o Buenos Aires. Yo siempre supe que la carrera deportiva se acababa en algún momento y por eso pienso que uno debe abrirse paso hacia el futuro. A partir de aceptar algo tan simple todo pasa a ser ganancia. Mi cuerpo cambió, también mi mente, y empecé a sentirme mucho más fuerte.

Mi vida puede parecer alocada pero es muy sana. No fumo ni bebo. Estoy felizmente divorciado y tengo dos hermanos, uno menor y otro mayor. Soy un tipo común que se animó a hacer cosas fuera del libreto. Al margen de eso no busco afuera nada que no tenga adentro. Creo que fui a discotecas cuatro o cinco veces en total. Me divierto de otra manera. Y la gente que me rodea aportó a mi necesaria estabilidad emocional. Creo que el teatro es la disciplina que más me gusta de todas las practicadas. También el stand up y la escritura de los monólogos respectivos. Escribí cinco o seis hasta ahora. Quizás más.

Esto va acompañado por mis charlas motivacionales o de liderazgo que se iniciaron en 2013 y no dejan de multiplicarse a veces en cárceles y hospitales. Por lo general soy contratado para esas conferencias por instituciones, gobernaciones locales y centros culturales. ¿De qué hablo? Es como si todo girara en torno a unos pocos ejes fundamentales: analizo el verdadero sentido del éxito y el fracaso, desarrollo a fondo la idea de que querer no siempre es poder. Advierto que todos tenemos un talento y que sólo debemos descubrir cuál es y trabajarlo con seriedad y obstinación hasta ponerlo en marcha. Subrayo también el significado de la confianza en la vida y también advierto sobre los riesgos del exceso de confianza. He visto cómo a veces nos falla gente en la que habíamos depositado casi todo. Hay un montón de temas que quiero tratar en mis encuentros con el público. Igual mi idea es que a través del humor quede en la gente un mensaje reflexivo.

Puedo decir que mi vida cambió y que seguirá cambiando. Hace varios años que no entreno profesionalmente pero cuido mi cuerpo y mi alma hasta donde me resulta posible. Al final del camino quisiera ser ya no un campeón deportivo o un artista sino un viejito sabio. No le temo a la muerte. Para nada. Pero si pudiera hablar con ella le pediría por favor que me deje estar en la vida un rato más.
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Sergio “Maravilla” Martínez nació el 21 de febrero de 1975 en Avellaneda, al sur del conurbano bonaerense. Una infancia y adolescencia difíciles no le impidieron encontrarse con su destino de boxeador de peso mediano. Fue uno de los mejores del mundo en el ring. Pero en 2014, luego de perder contra el puertorriqueño Miguel Cotto, dejó su carrera que ya incluía cinco títulos mundiales, 51 peleas ganadas y apenas tres derrotas. Hizo un cambio radical: se dedicó al stand-up, a las charlas motivacionales, al teatro, a la lectura y la escritura. En 2001, cuando aún no era conocido, Maravilla viajó a España. Estuvo un primer tiempo “sin papeles” y en una cuarto sin electricidad. De a poco se fue acomodando. Hoy dice que no le gusta el frío y por eso viaja una y otra vez entre la península y la Argentina detrás del verano. No fuma ni bebe y raramente va a bailar. Se divierte con sus amigos en interminables charlas nocturnas. Vivir, para él, es desviarse, salirse del libreto y hacer siempre del obstáculo un camino.

Por Clarin.com

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