En Valdemoro ganó el Padre Tiempo

Por Walter Vargas – Telam

En una plaza de toros, por mera ironía del destino, un extraordinario torero dejó en claro que el espíritu amateur y el alma del guerrero ahí están, como supremo testimonio que se resiste a la inexorable ley de los almanaques: he aquí la buena noticia que ofreció Sergio Martínez en su victoria frente al británico Brian Rose en Valdemoro, España.

Fuera del debido contexto no hay análisis serio posible y de ahí que el hecho de que Maravilla esté próximo a cumplir 47 años (el 21 de febrero próximo) y que se midió con un oponente de 36, proverbial habitante del segundo nivel, determina el pescado grande de la evaluación.

Qué decir, en esa perspectiva, si se añade que pasó un momento de zozobra en el segundo round, que recibió unas cuantas veces la derecha del muy conservador Rose y que al final de cuentas se impuso en las tarjetas por el estrecho margen que sembró en los rounds 9 y 10.

Vale decir: el ex campeón mundial superwelter y mediano debió de acudir a sus reservas aeróbicas y emocionales -vulgo “corazón”- para sacar adelante una pelea que está a años luz de lo que representaría una de campeonato del mundo, o de porte similar.

Conste, y que sea escrito ya mismo, que se alude a una eventual pelea de campeonato del mundo solo por honrar las aspiraciones explicitadas por Martínez y subrayadas en el ring mismo en un diálogo con los colegas Osvaldo Príncipi y Guillermo Favale.

Tan grande ha sido Maravilla Martínez (uno de los más luminosos boxeadores argentinos del Siglo XXI y acaso uno de los 15 más grandes campeones de la mismísima historia criolla) que como mínimo ha sabido ganarse el respeto, el acompañamiento y la valoración de su intento de desmentida del célebre apotegma de Jack Dempsey: “En boxeo jamás se vuelve”.

Ha vuelto, el zurdo nacido en Avellaneda, criado en Quilmes, refundado como boxeador lejos del cuadrilátero de la FAB, en España, y cautivador de los finos paladares de la meca del boxeo, y ha vuelto, a juzgar por el paréntesis forzado por la dinámica de la pandemia, no una sino dos veces.

Entre su pleito con el finés Jussi Koivula y el del sábado en Valdemoro pasaron nueve meses y seis días, una verdadera eternidad para quien a los 45 años ya había dejado seis años atrás su último compromiso de alta gama, el de junio de 2014 y desenlace desdichado con el boricua Miguel Cotto en el Madison de Nueva York y había reaparecido en agosto de 2020 con el español José Miguel Fandiño.

“Paciencia”, dice Maravilla en plan sensato y advierte que no se es campeón mundial de un día para el otro, que un campeón se construye.

Y le asiste la razón, desde luego, con una enmienda indispensable: la paciencia es un valor digno de ser ponderado en cualquier orden de la vida, sin excepciones, pero en el caso específico del boxeo profesional de elite, un exceso de paciencia conlleva el peligro de un lastre decisivo.

Ni por asomo es de la misma dimensión la paciencia fecunda del Maravilla Martínez que vivió su cresta de la ola en la franja de los 32 a los 39 que la que, con mucha suerte, tomará como aliada en un eventual combate de campeonato del mundo en el pasaje de los 47 a los 48.

Maravilla se entrena a destajo y pervive en su pecho la indispensable llama del alma amateur, del hombre/crack que ama boxear y sueña con otras noches de gloria.

Sin embargo, por antipático que resulte poner la certeza sobre la mesa, ni la armonía de las piernas, ni la velocidad ni la chispa son bienes que una vez en retirada un buen día consentirán volver.

En todo caso, estará en Maravilla rozar la proeza negada al 99 por ciento de los mortales.

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