Cuando Muhammad Ali estuvo en Argentina

“En una humanidad que se conformara estrictamente al deseo evidente de la naturaleza, el puño, que es al hombre lo que el cuerno al toro y al león la garra y el colmillo, bastaría para todas nuestras necesidades de defensa, de justicia, de vindicación”, escribió alguna vez el poeta Maurice Maeterlinck. El boxeo era para Muhammad Ali una misteriosa (y culpable) segunda naturaleza, un recuerdo imposible, como las polvaredas épicas que nunca vivió Whitman o como el gran pez y los toros de Hemingway. No se trataba de que sintiera por el boxeo alguna emoción parecida al amor. Exteriormente parecía que ninguna emoción podía afectar su mente fría, precisa, admirablemente equilibrada. Era una columna de fuego poderosa pero contenida en sus límites.

Hacia fines de 1971, Argentina recibió al boxeador más admirado de la historia. Era la madrugada del 4 de noviembre de 1971 cuando el avión que lo trajo aterrizó en Ezeiza. Quienes lo recibieron en el aeropuerto recuerdan la seriedad de sus facciones, como si la anatomía hubiera buscado sola encarnar un ideal, una causa, y la hubiera fotocopiado dándole un rostro único. Ese hombre podía ser un monumento escondido, un símbolo o una coartada. El auto que lo llevaba enfilaba hacia el sur del Conurbano, cruzó el Riachuelo a través del puente Alsina y recorrió unos kilómetros más hasta llegar a una fábrica ubicada a ocho cuadras de la estación de trenes de Lanús, donde compartió un asado con José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel (de la Unión Obrera Metalúrgica), organizado por el empresario Carlos Spadone.

Una nueva chance

Cuatro meses después del fallo que absolvió esa ridícula condena y un año más tarde de su retorno a los cuadriláteros (había noqueado a Jerry Quarry el 26 de octubre de 1970), el mejor boxeador de todos los tiempos buscaba una nueva chance para recuperar los títulos que le habían sido arrebatados tras un escritorio. Al mismo tiempo, intentaba recomponer su economía, seriamente afectada por los tres años y medio de parate y por los desembolsos que había tenido que realizar para afrontar el juicio por insubordinación y el divorcio de Sonji Roi, su primera esposa.

Tras su primer almuerzo en Buenos Aires, Ali le concedió una entrevista a Osvaldo Soriano y a Victoria Walsh- hija del autor de Operación Masacre-, que fue publicada por el diario La Opinión. “Los negros necesitan una revolución cultural, de dignidad, de autoconocimiento, de respeto hacia las mujeres. La revolución que necesitan no se gana con las armas”, afirmó en esa charla, al ser consultado sobre el accionar de la organización Panteras Negras en su país. También dio a entender que pronto abandonaría el boxeo: “Dios no creó al hombre para la violencia, para recibir puñetazos. Por eso no voy a pelear más. Estoy decidido a no herir ni matar a nadie”.

La puerta del auto se cerró con lentitud sobre los resortes neumáticos. Ali caminaba tan silencioso como un gato. Al cabo de un minuto, quiso estar seguro y miró hacia las plateas del estado de Atlanta. El público estaba eufórico. Al salir, alzó suavemente las manos y, con un gesto paradójicamente delicado en un boxeador, insinuó un fugaz aplausito con los guantes. Con la seguridad del que tuvo siempre la victoria en sus manos.

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