Víctor Pérez, de campeón del mundo a su desaparición en Auschwitz

Por Alejandro Duchini – Pagina 12

En los años 20 y 30 del siglo XX, si alguien quería pertenecer a una elite de verdad tenía que ir a París. Fiestas, lujos, música y hasta deportes. El boxeo no era la excepción y los boxeadores podían ser campeones y bufones al mismo tiempo. Muy pronto lo supo -y lo disfrutó y lo padeció- el tunecino Messaoud Hai Victor Pérez. Había nacido el 18 de octubre de 1911 en un barrio judío de Túnez. A sus 14 boxeaba y tres años después estaba en Francia ratificando condiciones.

Le fue muy bien. Antes de cumplir los 20 ya era campeón francés de los mosca y el 24 de octubre de 1931, con los 20 recién cumplidos, campeón del mundo. Había noqueado en el Palais de Sports de París al norteamericano Frankie Genaro. Para entonces era, directamente, Víctor ‘Young’ Pérez, como se lo recuerda en el mundo y en el Salón de la Fama de los Deportistas Judíos.

Lo que siguió fue lo que suele tener un campeón: cenas caras, champagne y hasta modelos y actrices famosas que sucumben a sus encantos. Pero no hay gloria eterna. El inglés Jackie Brown lo derrotó en Manchester. Después Pérez subió a la categoría gallo y, en 1934, fue Panamá Al Brown quien le dio el golpe de gracia con sus derechazos característicos.

El nazismo hacía sombra en el mundo y ser judío era peligroso. En noviembre del ’38 Pérez desafió a los alemanes al viajar a Berlín con maletas adornadas por Estrellas de David. Le recibieron con abucheos. En diciembre de ese año la cosa estaba imposible. Ahí se empieza a perder el rastro de Pérez. Se sabe que no pelea más y también que lo arrestan los nazis y que terminaría sus días en Auschwitz.

Lo que se conoce es por sus compañeros de Auschwitz. Según los registros había llegado el 10 de octubre de 1943. Pronto le tatuarían el 157 178. Luego, pasaría a ser una máquina de golpear para divertir a asesinos. A los cinco días de su ingreso lo enviaron a trabajar en la cocina y a entrenar en doble turno. El 31 de octubre debía estar en forma para enfrentar a un soldado de 1.80 metros y 75 kilos. El combate fue declarado nulo.

Uno de los entretenimientos de los soldados era ver peleas de boxeo con los detenidos. A veces con profesionales como Young Pérez o Salamo Arouch, Jacko Razon, Feliks Stamm, Kazimierz Szelest, Antoni Czortek. Si no, voluntarios. Se peleaba con las manos desnudas o, en el mejor de los casos, con guantes de lana. Y las peleas terminaban cuando uno de los boxeadores no podía levantarse.

Testigos y sobrevivientes contaron detalles al periodista español José Ignacio Pérez. Su primer paso fue escribir una crónica para el diario español Marca y luego, con más testimonios, hizo un libro que se titula KO Auschwitz y que la editorial española Córner acaba de publicar.

Noah Klieger (prisionero 172 345), fallecido en 2018, a los 92 años, le recordó a Pérez una pregunta que sonaba salvadora: “¿Quién sabe boxear?”. El que se animaba boxeaba y el que boxeaba la pasaba un poco menos mal o tenía una ración más de pan. Una vez seleccionados los peleadores, se exigía una demostración sobre cuánto sabían: “Si mienten, van directo a la cámara de gas”, aterrorizaba Kurt Magatanz, responsable de los boxeadores. Magatanz era, sobre todo, un asesino: había matado a tres personas, cumplía cadena perpetua y tenía privilegios por sus conocimientos del boxeo.

El organizador de los torneos era el comandante Heinrich Schwarz. Amaba el box y quería relajarse viendo peleas cada domingo. Schwarz seguía los lineamientos de Adolf Hitler, quien en su libro Mi lucha destacaba los beneficios de la práctica del boxeo. “No existe deporte alguno que fomente como éste el espíritu de ataque y la facultad de rápida decisión, haciendo que el cuerpo adquiera la flexibilidad del acero”, escribió.

El tema es que Klieger, entonces adolescente, levantó la mano sin haber boxeado nunca, fue seleccionado y después, en su primer entrenamiento, se asombró por un detalle. “Había un púgil muy pequeño que golpeaba el punching ball a la velocidad de una metralleta. No había visto nada igual en la vida. Me quedé mirándolo. ‘Es un campeón del mundo’, me dijeron. A lo que yo respondí: ‘¿Un campeón del mundo?’. ‘Si, Young Pérez’, me contestaron”.

Pérez y Klieger se hicieron amigos en los entrenamientos. “¿Por qué era bueno ser boxeador? La razón era que el comandante cada noche distribuía un litro suplementario de sopa a cada púgil, pero no la misma que daban a los presos, era una sopa de verdad, con un trozo de carne, con patatas; la misma que comían los SS. Ese alimento me salvó la vida durante cinco o seis meses, mientras boxeaba -dice Klieger-. Peleé en veintidós o veintitrés combates y, por supuesto, no gané ni uno”.

A pesar de los privilegios, el cuerpo de Young Pérez no pudo con el desgaste del entrenamiento más el trabajo forzado. En una pelea lo enfrentaron a “un forzudo alemán” que le hizo besar la lona. Se lo llevaron en camilla y desde entonces, todo es difuso más difuso todavía.

Algunos dicen que murió en marzo del ’45 y otros, más exactos, el 22 de enero del mismo año. Donde hay más coincidencia es en las circunstancias: en una de las Marchas de la muerte, cuando el régimen nazi estaba en retirada y a los sobrevivientes se los sacaba amontonados en trenes. Hay quienes dicen que no resistió el traslado, otros cuentan que lo mataron cuando quiso huir. Pero las muertes de los campeones siempre deben tener algo épico. Young Pérez no es la excepción: en KO Auschwitz se lee que fue uno de los últimos asesinados por el régimen cuando robó un pedazo de pan no para él sino para un preso tanto o más débil que él. Lo vieron y le dispararon.

 

Klieger le contó al Pérez periodista que vio al Pérez boxeador entre aquellos últimos prisioneros. Todavía estaba vivo. Pero hay algo también que Klieger nunca olvidaría entre tantos recuerdos que guardó durante años porque no podía contarlos. Una frase que se repetía. “De Auschwitz se sale, pero de Auschwitz jamás se escapa”.

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