Ringo: el día que conquistó Europa y se metió en un supermercado con un Mercedes-Benz

Por luis Calvano – LM Neuquén

En Bad Soden, un pueblito a unos 20 kilómetros de Frankfurt donde estaba alojado Oscar Bonavena junto a su comitiva en aquel incipiente otoño alemán de 1967, había un supermercado que no tenía estacionamiento. Pero a él no le importó: “Voy a ir a comprar y les apuesto a que me meto con auto y todo”. La entrada al local era grande y las primeras góndolas quedaban a varios metros del ingreso. Las medidas daban pero, ¿Bonavena sería capaz? El hombre que soñaba con ser campeón del mundo de boxeo; el que se le plantó guapo y firme a Muhammad Alí durante 15 rounds en el Madison Square Garden de Nueva York; el que –como alguna vez contó su amigo el Bambino Veira- le pidió al piloto de la avioneta en la que volaban que se metiera en medio de una tormenta que venía de frente en vez de esquivarla; el que se tiró de panza a una pileta sólo para que el chapuzón empapara a un prócer del tango, el bandoneonista Aníbal Troilo, que estaba sequito afuera; el que caminaba sonriente fumando un habano y echando el humo al aire por el ancho pasillo de la popular de San Lorenzo en el viejo estadio Gasómetro, sabiéndose provocador por ser fanático del archirrival, su amado Huracán… Ese hombre, Ringo, era tan capaz que lo hizo. Y lo hizo manejando un Mercedes-Benz que había alquilado para moverse en aquella larga preparación con muchos días de entrenamiento: acompañado por su aterrorizada esposa Dora Raffa, encaró a la puerta del supermercado, se metió y estacionó al lado de la góndola, listo para empezar su compra y, a las carcajadas, ganar su apuesta.

“La gente miraba y no lo podía creer. Pero él lo hizo”, recuerda, 53 años después de aquella anécdota, Ernesto Cherquis Bialo, enviado especial por la revista El Gráfico a cubrir la pelea contra el local Karl Mildenberger. Si ese combate, el 16 de septiembre de 1967, no fue la mejor exposición de box que hizo el argentino en su carrera, sólo se debió a que tres años después lo esperaba su definitivo acceso a la cumbre, cuando enfrentó al célebre Muhammad Alí. Y perdió por nocaut dentro del ring, aunque ganó muchísimo afuera. De “bocón” a “bocón”, aquel duelo hoy es recordado por la guapeza de Bonavena sobre el cuadrilátero, por el cross de izquierda en el noveno asalto que terminó con Alí con una rodilla en la lona y generó que le inicien la cuenta de protección, y por la previa, con la voz aflautada de Bonavena diciéndole “chicken” (gallina) a su rival, que se había negado a servir al Ejército estadounidense en la guerra de Vietnam antes de matizar el duelo dialéctico amagándole a pegarle un zurdazo, provocando la instintiva retracción de Alí, quien, además, no pudo aguantar la risa.

El enorme Muhammad es transversal en la carrera de Ringo. Porque hace 53 años, como la corona del norteamericano había quedado vacante debido a la suspensión que le aplicó la Comisión Atlética del Estado de Nueva York, que le quitó la licencia (y la Asociación Mundial de Boxeo el título) por negarse a ir a Vietnam, su combate contra Mildenberger era el primero de una eliminatoria que podía llevarlo al cinturón de los pesos pesados que no tenía campeón. Participaban ocho “retadores” que se eliminarían en dos fases (cuartos de final y semifinal) hasta llegar a una definición que consagraría al nuevo rey de los pesados de la AMB. Bonavena arribó a Alemania Federal con la conciencia de estar a tres victorias de cumplir su sueño y se preparó como pocas veces, quizá como nunca. Sentía que no era un imposible porque, además, de esa suerte de “octogonal” tampoco participaba el otro grande de la época, Joe Frazier.

Había una gran expectativa con esa pelea contra el alemán. En la Argentina, muchísima. Para 1967, Ringo Bonavena ya era un ídolo popular. Y era un personaje más que una persona. Licenciado en marketing en el empedrado de los barrios porteños, él era del populoso Parque Patricios o, como lo describe Cherquis Bialo, “Parque Patricios era de Bonavena: no pertenecía al barrio, el barrio le pertenecía a él”. Y ese gigante travieso apodado Ringo ya había sido adoptado por un gran captador de personajes: Héctor Ricardo García, el visionario empresario de los medios de comunicación, dueño de Canal 11 –que transmitió la pelea desde Frankfurt- y del periódico líder de la gráfica nacional de entonces: Crónica, que entre sus dos ediciones vespertinas (la quinta y la sexta) vendía cerca de un millón de ejemplares diarios. La Razón, su gran rival en esa franja, para no quedar tan relegado no tuvo más alternativa que sumarse al bombo de Bonavena y batir el parche, agregando lectores de todo tipo y generando una enorme simpatía hacia Ringo especialmente en las clases media y baja. Se trataba, por sobre todo, de un fenómeno mediático.

“Éramos muchos cronistas en Alemania para cubrir esa pelea. Diría que ésa fue la primera excursión periodística con tanta prensa”, aporta hoy Cherquis. Ringo no pudo vencer por nocaut pero se impuso con claridad en las tarjetas de los jurados, que lo dieron ganador en fallo unánime. Sobre el ring, mostró una presencia propia de una preparación a conciencia, que incluyó dos meses de intensos trabajos tanto físicos como técnicos y estratégicos. Aun con las dificultades naturales con las que cargaba, como cierta lentitud en sus desplazamientos y también algunos inconvenientes de equilibrio producto de sus incómodos pies planos, el argentino dominó a su antojo la pelea dando muestras de una resistencia que le garantizó aire para llegar a los 15 rounds sin perder ritmo ni potencia. “Disfrutó mucho ese triunfo –dice Cherquis- porque ganó muy bien y porque lo pasó rodeado de todo lo que quería de una vida simple: estuvo acompañado de su mujer, de su equipo, y llevando una vida normal. Se sentía respaldado”.

Eran tiempos de peleas a 15 asaltos. Largas para boxedores pesados si no había un nocaut temprano. Y Bonavena no sólo precisaba aire para pelear hasta el final sino también para hablar antes de boxear. Su lengua se lucía especialmente en la previa y acá vuelve a ser transversal en su carrera Muhammad Alí, porque el norteamericano fue un inspirador en aquello de la promoción y la lengua mordaz que exageraba una rivalidad sólo para atraer al público y, obvio, venderle entradas. Los días anteriores a combatir contra el alemán, además de llamar la atención de todos por entrar con un Mercedes-Benz a un supermercado, Ringo aprovechó el interés que la prensa alemana tenía en la pelea para ganar notoriedad.

Así fue como, con falso gesto serio, anunció unos días antes del combate que ya tenía el permiso del consulado argentino en Alemania Federal para poder abandonar el país “en caso de que matase a Mildenberger”. O como en uno de los últimos entrenamientos, cuando él mismo lo interrumpió intempestivamente quejándose de una inflamación producto de los nervios. “Creo que no voy a poder pelear”, rememora su biografía “Díganme Ringo”. Los periodistas locales, con la inmediatez que aquellos tiempos permitían, se apuraron en buscar teléfonos públicos para dar el anuncio a los medios en los que trabajaban sin consultar a Bonavena ni a su médico. Al regresar, con la noticia ya corriendo, le preguntaron al argentino qué zona tenía inflamada y la respuesta no pudo haberlos ridiculizado más: “Esssta”, contestó, mostrando el enorme bíceps de su brazo izquierdo.

“No creo que haya sido una persona inmadura -reflexiona Cherquis Bialo-. Era un muchacho travieso y también algo inestable, hasta con cierto comportamiento bipolar, porque podía ser generoso y tacaño, o grabar conversaciones con un periodista y después hacérsela escuchar a otro periodista con el fin de hacerlos pelear o discutir”. Luego de aquella pelea contra Mildenberger, Ringo enfrentó a Jimmy Ellis, en Estados Unidos. No llegó a ese duelo como al de Alemania y lo pagó con una derrota inobjetable ante quien, finalmente, terminaría siendo el campeón de los pesados. Con el tiempo, a Ringo lo esperaría el pico de su fama. Tuvo otras oportunidades de ir por la grande, porque al año siguiente de esa eliminatoria del 67, se puso otra vez frente a frente con Joe Frazier, a quien ya lo había enfrentado en 1966, con derrotas en ambas ocasiones en las tarjetas. Y en 1970 la famosa pelea con Alí. Ninguna por el título mundial de los pesos pesados.

“Lo que más le cuestiono -dice Cherquis- y veo como punto oscuro en su carrera es cuando dejó la vocación y se dedicó al oficio; cuando fue dejando la pasión y el gusto de boxear para ganar dinero”. Y Ringo ganó bastante plata aunque también gastó mucho. Gustaba tanto del dinero como de ostentarlo, luciendo rólex, cadenas de oro, manejando Mercedes-Benz. Su estructura de pensamiento al respecto puede resumirse en una anécdota en 1971, en la Quinta de Olivos, cuando se cruzó con el entonces Presidente de facto de la Nación, Alejandro Lanusse. Era el casamiento de su hija, Estela, con el cantante Roberto Rimoldi Fraga, amigo de Bonavena. En ese encuentro, el boxeador le dijo al Presidente: “General, con su pinta y mi guita, no nos para nadie”.

Ringo inflaba el pecho paseando por una avenida top de Nueva York o por Parque Patricios mientras saludaba a Don Chito Monti, el carpintero del barrio que trabajaba a tres cuadras de su casa de siempre; necesitaba de la noche lujosa y sus amistades VIP tanto como los domingos sentarse a comer los ravioles que para todo el clan –seis varones y tres mujeres- amasaba su madre, Dominga Grillo de Bonavena, a quien la popularidad de su hijo llegó hasta ponerle al aire un programa de TV. Ringo era un machote que caía rendido ante el matriarcado con el que Doña Minga gobernaba el hogar de toda su vida.

Menos de nueve años separaron a esa pelea casi perfecta de septiembre de 1967 contra Karl Mildenberger, que permitió sueños de campeón mundial en ese plácido pueblito alemán llamado Bad Soden, con la madrugada del 22 de mayo de 1976 en Reno, cabecera del lujurioso estado de Nevada, en la puerta del Mustang Ranch, el prostíbulo propiedad del mafioso Joe Conforte. Con él Bonavena estaba enfrentado y esa noche un tiro en el pecho terminó con su vida. Representan dos “fotos” en las que Ringo quería ganar. Pero distintos rivales, distintos objetivos. Para un boxeador carismático y guapo, que definió a la soledad del peleador sobre el ring diciendo que “cuando suena la campana te sacan hasta el banquito”, querer ser campeón del mundo le da sentido a todo. Pero la tragedia de su muerte, lejos de sus afectos y asesinado en la más bruta soledad, no tiene sentido. Y representó otra de sus célebres frases: “La experiencia es un peine que te dan cuando quedás pelado”. En el Mustang Ranch, Ringo Bonavena ya había perdido el pelo y también las mañas. Y, tristemente, perdió su vida.

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