La única vez que lloré junto a un ring en 58 años de cronista: nadie se apiadó de un Muhammad Alí enfermo, indefenso y acabado

No era una estatua, ni era para siempre; era un hombre y su eternidad agonizaba sobre el ring.

Aquel espectro decrépito y fatal sólo tenía de Muhammad Alí el rostro, el cuerpo y el sufrimiento.

Acaban de cumplirse 40 años del combate realizado el 2 de octubre de 1980 en el Caesar’s Palace de Las Vegas y recuerdo todo con la perfección del dolor.

Muhammad Alí, el más grande, había renunciado a su corona mundial de peso completo reconocida por la AMB el 6 de septiembre del 79′, un año después de recuperarla frente a León Spinks, el 15-9-78 en Nueva Orleans. Por cierto que había decidido retirarse del boxeo aduciendo muchas razones sin reconocer hasta tres años después, que su cerebro estaba dañado por un Parkinson incipiente.

Fue así que tras superar los síntomas iniciales con medicación y seguimiento médico, Don King lo tentó para que volviera al ring a cambio de 10 millones de dólares para enfrentar a uno de sus sparrings del pasado: Larry Holmes.

El bueno de Larry era campeón pesado del Consejo Mundial, tuvo una serie de 48 triunfos consecutivos y quedó a una pelea de igualar el récord de Rocky Marciano pero Leon Spinks primero y Evander Holyfield después, lo derrotaron. Sin embargo, Holmes de 1.91 de estatura, considerado por la Asociación de Escritores de Boxeo de USA “el peleador del año 78” y por la agencia noticiosa The Associated Press “el 5° peso completo del siglo 20”, recuperó la corona mundial tras ganarle a Ken Norton el 9 de junio de 1978.

En el fatídico momento en que Alí aceptó la propuesta de Don King pues otra vez necesitaba el dinero, tenía 38 años y silenciaba reiteradas faltas de coordinación cognitiva, no sabía que comenzaban a morir ciertas células de su cerebro. Holmes en cambio, su ex colaborador a quien unos años antes le pagaba 200 dólares por cada round de entrenamiento, transitaba la plenitud de su poder físico, su pesada izquierda en jab y el apogeo hormonal de sus 31 años.

Como olvidar aquel día si tuve el privilegio de convivirlo con el mismo Muhammad Alí desde su despertar. Lo recuerdo como lo escribí, como si hubiese sido ayer:

Lana Shabazz, como todas las mañanas de los últimos 18 días, tendió el individual blanco de hilo sobre una mesa ovalada del living. Corrió el cortinado verde y dejó que el sol, ya ardiente, penetrara a través del voile suizo que cubría el ventanal de vidrio. Arregló las flores de un jarrón japonés y corrió hacia la cocina para que no se le quemaran las tres tostadas de pan lactal. No olvidó la mermelada de frambuesa y calentó el té de hierbas “Lao Tse”. Cuando su patrón Alí se sentó a la mesa para desayunar, Lana, la genial cocinera comenzó a entonar un himno del Spiritual mientras revolvía los huevos con las dosis justas de sal y pimienta. “Hoy es un gran día, Lana”, le dijo Muhammad. Y agregó con una dulce y serena sonrisa: “Hoy si Alá me ayuda seré más grande que Superman”.

Eran las siete de la mañana. La temperatura trepaba hasta los 32 grados. Las Vegas comenzaba a vivir los primeros síntomas del gran acontecimiento, el combate Holmes–Alí por el título mundial. Esta vez las estrellas de la noche anterior –las principales figuras de aquella época que estimulaban la competencia entre los grandes hoteles con casinos– importaban poco: Tony Bennett en el Sands, Debbie Reynolds en el Sahara, Lola Falana en el Aladdin, Paul Anka en el Caesar’s Palace, Liberace en el Hilton, Susan Somers y Hallelujah Hollywood en el MGM. La ciudad era de Alí–Holmes, una pelea que demandó 30 millones de dólares de producción invertidos por Don King y el Caesar’s Palace. Era la primera vez, además, que se construía un estadio en tres semanas. Hasta allí llegarían 25.000 espectadores. El resto –500 millones de personas– lo verían por circuito cerrado y por televisión en directo para 73 países; entre ellos China y Rusia por primera vez.

Para Alí éste era el gran día. Toda su actitud fue serena, exenta de excitaciones. Desayunó solo y luego leyó los diarios junto a su esposa Verónica (Porsche). Vio a través de la ventana al público desesperado por conseguir entradas y quiso salir a charlar con ellos. Su hermano Herbert se lo impidió: “Hoy no Muhammad, hoy nada de locuras”. Lo aceptó desde su suite (la 301-302), una jaula de oro del Caesars de 508 metros cuadrados. Recorrió mil veces sus tres habitaciones, la cocina, el living, la sala de lectura. Sus pies se desplazaban sobre una gruesa alfombra persa color turquesa hacia uno y otro lado. La mirada taciturna se perdía en un punto fijo y distante como si solo hubiera dejado su cuerpo en el cuarto…

En un extremo del pasillo un hombre calvo, cincuentón y corpulento lucía orgulloso su consigna de cancerbero: se trataba de Michael Buchawiecki, policía de la Universal Service, una empresa de vigilancia conformada por marines veteranos. Sólo 14 personas tenían derecho a pasar a la suite de Alí: Herbert Muhammad (hermano y manager), David Wells (relaciones públicas), Abdul Raman y Paul Jones (guardaespaldas), Ángelo Dundee (segundo principal), Lena Shabazz (cocinera), Luis Sarría (masajista cubano), Wassim Muhammad (cura heridas), Bundini Brown (ayudante técnico), Donovan Williams (médico ortopedista), Gene Kilroy (publicidad e imagen), Fred Shallam y Booker Johnson (abogados, asesores legales). Además y por supuesto los alojados en la suite: Marge Thomas (secretaria), Howard Bingham (fotógrafo y principal amigo), Latania Reff y Rosa Martínez (mucamas traídas especialmente por Alí desde su residencia en Los Ángeles). La única persona del hotel autorizada a ingresar era Dolly Parker, la supervisora del piso. Ella sólo traía toallas, sábanas y los elementos necesarios de los cuartos. Que se me haya permitido estar allí como único periodista invitado, será un recuerdo imborrable de mi vida profesional.

A pesar de las restricciones y la vigilancia, más de 300 personas habían intentado ver a Alí antes del mediodía para saludarlo. Entre ellos Ken Norton, Chuck Wepner, Arthur Ashe, Silvester Stallone, John Travolta… El viejo Buck les decía a todos lo mismo: “Lo siento el campeón está descansando”. No obstante tantos recaudos la suite de Alí comenzó a convertirse en un jubileo: amigos, asesores, componentes del staff… Todos estaban allí haciéndole compañía en el día más importante de su carrera, sin sospechar que unas horas después asistirían a la velada más triste de la historia del boxeo, la noche de su final.

Su almuerzo fue un caos. Mientras él comía el plato de fideos, un pequeño bife de lomo de 200 gramos, una ensalada de tomates, cebolla y apio cuidadosamente indicadas y controladas por el doctor John Newburgli (uno de los mejores dietistas de los Estados Unidos gracias a quien Alí bajó 28 kilos en dos meses) aquella romería bulliciosa y descontrolada hablaba, gritaba, celebraba. Recién hubo paz a las 13.55 cuando Doña Odessa Grady Clay, madre de Alí, llegó a visitar a su hijo. Venía desde su ciudad, Louisville, Kentucky, con un vestido rosa sobre una blusa blanca, anchos zapatos color ámbar café de taco bajo, una cartera de cuero marrón colgando de su brazo derecho y un negro abanico de nacar desplegado. Después del encuentro, Herbert le pidió a la gente que se retirara. El diálogo entre madre e hijo tuvo un comienzo conmovedor, yo lo escuché:

— ¿Por qué lo haces Cassius? ¡Cuánto te pedí que no lo hicieras!, ¿por qué no me haces caso?

— No digas eso madre, ya verás… Todo saldrá bien, le respondió Muhammad.

Luego se abrazaron y por primera vez se logró un silencio religioso. Alí tomó a su llorosa madre del hombro y juntos marcharon hacia una de las habitaciones para seguir conversando sin testigos…

Escoltado por un Lincoln Continental, Alí llegó al estadio a las 18.11 horas en un Cadillac negro chapa T.D.V 111 de Nevada, manejado por su chofer Bob Clarence. Junto a él iba su admirador número uno Sugar Ray Leonard quien al llegar a la casa rodante que hacía de camarín en la gigante playa de estacionamiento del Caesar’s Palace, exclamó: “Alí, Alí, Alí…”. Y todo el público cercano formó una caravana de aliento haciendo sonar sus estridentes bocinas.

Ricchie Giachetti, segundo principal de Holmes, nos había dicho en la tertulia de la trasnoche anterior que Holmes no se dejaría impresionar por los discursos de Alí sobre el ring. Ray Arcel, acaso el único y último sobreviviente del embrión profesional del boxeo pues lo enseñó desde 1920, también estaría en el rincón para ir replanteando todas las variantes estratégicas propuestas por Alí. Holmes, además de un estado impecable lucía un inquebrantable esquema mental: no dejarse impresionar. Toda la parodia del comienzo con amenazas previas previas a que el árbitro Richard Greene diera las instrucciones fueron en vano. Holmes saldría a acelerar el ritmo desde la campanada inicial y esto produjo el primer síntoma del contraste visual: Alí debió levantar su guardia exageradamente y retroceder en forma vertical pues Larry le llegaba fácilmente con su formidable izquierda. Se advertía un problema de timming en el cálculo defensivo de Alí. Podría decirse que recibía manos que antes hubiese evitado.

Por primera vez en su carrera se lo veía dominado, estático, sin imaginación ni creatividad. Un rival repetido como Holmes, en otros tiempos, no habría podido resistir más de cuatro rounds. Pero ese Alí que creía seguir siendo era la sombra de quien había sido.

La última chance de Alí quedó expuesta en el 7mo asalto: salió a danzar anticipando con su jab de izquierda pero careció de sustento físico frente a un hombre menos dotado pero más rápido y vigoroso; no era el Alí de Liston, ni de Frazer, ni de Foreman, ni de Bonavena, ni de Spinks, ni de nadie; simplemente, no era Alí.

Después, la crueldad; los fuegos artificiales poniéndole color y un fantasioso estallido bajo el cielo estrellado.

Después, la grotesca mueca de Don King sobre el ring sonriéndole a sus negocios futuros.

Después, Holmes en andas y la prensa corriendo tras él.

Después, Alí sentado, indefenso, enfermo, vencido, extenuado, afónico y final…

Después, miles de personas apostando en las mesas del casino, indiferentes, sin angustias ni dolor.

Después, las preguntas: ¿cómo?, ¿por qué?

Un almanaque gigante fue decantando al tiempo y Alí estaba incluido.

Pero aquel almanaque y cualquier tiempo futuro no borrarán jamás su historia.

Hoy, 40 años después, aquellas voces me siguen aturdiendo y veo una vez más en su gesto desesperado el breve paso de la eternidad.

Habíamos asistido a la noche más triste en la historia del boxeo.

Por Cherquis Bialo – Infobae

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