La magia de Nicolino

No eran muchos los que confiaban en él. Su estilo era, por cierto, diferente a todos. Y atractivo para los que, cuando él subía al ring, llenaban el estadio Luna Park. El “!Ni-co-li-no, Ni-co-li-no!” que hacía temblar al cemento era magnífico, pero ¿Alcanzaba para ganar un campeonato mundial o era, solamente, un espectáculo limitado a la esquina de Corrientes y Bouchard?

Algunos grandes campeones como Ismael Laguna, Sandro Loppopolo o Carlos Ortiz se habían bajado del ring quejándose: “No da pelea, puede pelear y ganar únicamente en Buenos Aires, pero no en otro lado del mundo” era la frase que no solamente ofrecían ellos, sino muchos críticos especializados.

La cosa era asi: Locche subía al ring en medio de un delirio. La gente –que muchas veces pagaba una entrada de ring side aunque tuviera que ver la pelea de pie, porque ya estaba todo vendido-, quería ver su show, en donde no entraba ni el drama, ni la pelea áspera, ni la posibilidad del nocaut.

Era otra cosa. Le gustaba esquivar, poner la cara a centímetros de su rival con los guantes entrelazados a la espalda, sentarse sobre una de las sogas y dejar que su rival se cansara de pegarle al aire. Y, mientras tanto, el público –“su” público- aplaudía, lo vivaba y lo festejaba.

Entró al gimnasio siendo casi un niño. El gimnasio “Julio Mocoroa” de Mendoza, donde reinaba el gran técnico Francisco “Paco” Bermúdez. “Yo quiero ser boxeador”, le dijo. Y la respuesta fue inmediata: “Entonces primero tire ese cigarrillo. ¿O usted se cree que está en un baile?”

Ese era Nicolino, mendocino de alta escuela en eso de rotar la cintura para evitar los golpes, usar los brazos para barrer los envíos del otro, o para amarrarlo y no dejarlo pegar o, de vez en cuando, tirar cachetazos intrascendentes. A veces era capaz de hablar con Osvaldo Caffarelli, histórico relator de radio Rivadavia. El 12 de diciembre, en Tokio, cuando subió al ring del Kuramae Sumo para enfrentar a Paul Fuji, campeón mundial welter junior, el mundo del boxeo para la Argentina era otro.

Corría 1968, Pascual Pérez (1954) y Horacio Accavallo (1966) ya habían logrado sus coronas, justamente también en Tokio. Recién dos años más tarde Carlos Monzón haría valer la potencia de su boxeo –práctico, pero no vistoso- para demoler a Nino Benvenuti, Ringo Bonavena empezaba a perfilarse como campeón argentino de los pesados, y ya era una promesa en los Estados Unidos.

Locche, en cambio, era considerado no solamente un “producto del Luna Park”, con fallos en donde lo ayudaban los jurados locales (una afirmación que, en realidad, se convirtió más en una leyenda urbana que en una realidad) y con ese estilo que los expertos definían como “Chaplinesco”. Caminaba como Charlot y su estampa estaba lejos de ser la de un atlético boxeador.

Piri García, periodista de la revista “El Gráfico” reunió todo en un apodo que perdura: “El Intocable”, como al serie de televisión de moda en la época. Locche era eso, un intocable, al que era casi imposible conectar y que, tras el error de su rival, solía sonreírle, como diciendo “Seguí insistiendo”. Con Paco Bermúdez en su esquina, junto a Juan Carlos “Tito” Lectoure, el promotor del Luna, su sparring Juan “Mendoza” Aguilar, el anunciador del Luna, Norberto Fiorentino y una gran cantidad de periodistas, Locche no subió al ring como favorito. Solamente él creía en su victoria.

Antes de la pelea, en el Akasaka Prince Hotel, se encontró con “Cacho” Fontana, el locutor comercial de la transmisión radial. Estaba revisando la llamada “carpeta de avisos” de radio Rivadavia. Locche le preguntó a Fontana que estaba haciendo y se puso a mirar los textos. Hasta que encontró dos, listos para el final. “¿Y esto que es?” inquirió. “Son dos, uno por si perdés, el otro por si ganás, es el agradecimiento del auspiciante (Bodegas Peñaflor) por tu esfuerzo”, fue la respuesta. Entonces Locche, tomando el texto escrito en caso de una derrota, lo rompió en pedacitos. “Este no lo vas a necesitar”, le dijo.

La transmisión, con relatos de Osvaldo Caffarelli y comentarios de Ernesto Cherquis Bialo, llegó a la mañana temprano. No existían las emisiones vía satélite. Por entonces, a los 29 años, Nicolino tenía 89 triunfos como profesional, con solo 12 nocauts a favor, 2 derrotas y 14 empates. El campeón, de 28 años, sumaba 32 victorias (26 antes del límite) y 2 derrotas.

Locche jugó con Fuji, lo castigó hasta la tortura durante los seis primeros rounds tirando únicamente la izquierda. Lo hizo caer luego de un esquive. Lo dejó mal parado en cada ataque. Lo fue destrozando anímicamente hasta que luego comenzó a tirar la derecha, en uppercut, en cross, en directo. Maltrecho, con los ojos cerrados e inflamados por los golpes, con el rostro lacerado por los latigazos de ambas manos, Fuji –que era hawaiano y estaba radicado en Japón- terminó quebrado a tal punto que decidió quedarse en su esquina, impotente, lastimado, vencido. Fue al comienzo del décimo round. La pelea era a 15. Y todo el estadio (diez mil personas) se puso de pie para ovacionarlo.

 

 

El público también se rindió a su magia única, indiscutible. El referí norteamericano Nick Pope –el mismo que proclamó las victorias de Pascualito y Accavallo- le levantó la mano y comenzó el festejo. Y Locche, el que “no le pegaba a nadie”, el “producto del Luna Park y sus jurados”, el que se había quedado dormido en la mesa de masajes antes de subir al ring, el que se desvivía por un cigarrillo antes y después de cada pelea, entró en la historia del boxeo argentino por una puerta tan grande como el propio Luna Park.

 

Solamente después de la pelea, cuando ya todo hubo pasado, rompió en llanto. Si, el Intocable también era capaz de emocionarse. Si no nos creen, en YouTube están sus peleas, sus conciertos, sus noches en que el “! Ni-co-li-no!” estremecía al cemento.

 

Locche, el mago de Tokio, lo había logrado. Era el campeón del mundo y el boxeo de la Argentina se puso a sus pies, puesto que nunca habrá ninguno igual, ni antes ni después. Locche fue único, como su magia.

 

Y su obra de arte fue un 12 de diciembre de 1968, cuando Fuji decidió quedarse en el banquillo, mientras un nuevo rey, burlón, incalificable y único, comenzaba un festejo que todavía hoy alegra a los amantes del boxeo.

Por Carlos Irusta – ESPN

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